viernes, 29 de febrero de 2008

La peor llamada recibida en el despacho.

Es una tarde del último día de octubre, parece más tarde de lo que es en realidad. Amenaza lluvia, la tarde es demasiado oscura. Estoy en el despacho de la agencia inmobiliaria.
Suena el teléfono de mi mesa, llama la secretaria:

-Sergi, tu suegra por la línea 1 -aprieto el botón de la línea muy extrañado-.
-Hola Elma ¿qué tal? -la voz entrecortada de mi suegra me sorprende, pasa algo.
-Sergi... mmm... que Idoya y Carlos... han tenido un accidente en la moto...
-¡Pero, qué dices! ¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
-Bueno... no he querido hablar con Penélope y por eso... te llamo a ti... no le digas nada... bueno dile sólo que ha tenido un accidente y que... está muy mal, han ido al hospital, pero está muy mal. Venid en seguida... que está muy mal -la cosa es seria, me temo lo peor-.
-¿Dónde estáis vosotros?
En aquel momento tenía los compañeros del despacho preocupados a mi lado pendientes de mi reacción, estaba trastornado.
-En Figueras... en el... tanatorio... Idoya ha muerto... han muerto los dos -me dice y se echa a llorar-.

El ambiente del despacho está bastante cargado del humo de tabaco negro de Santi C. los demás lo hemos dejado. Me quedo helado, me falta algo de aire, tengo la mirada perdida en el mapa de la pared y las lágrimas inundan mis ojos.

No me lo creo, no puede ser. Idoya es la hermana mediana de tres, menor que Penélope, tiene diecinueve años, toda una vida por delante y un novio que no gusta a nadie, un desgraciado que todos tenemos que soportar y que la lleva por caminos equivocados.
-Voy a buscar a Penélope y vamos para allá.
-Sergi... no le digas nada, sólo que ha tenido un accidente.
-... Bueno... ahora mismo salgo a buscarla y venimos...

Llamo a casa y hablo con mi hermano, le digo que Penélope se prepare para ir a Roses, Idoya ha tenido un grave accidente en moto y tenemos que ir.

Salgo del despacho con la cabeza confusa y llena de interrogantes.

Por el camino ella me va haciendo preguntas como:
-Pero ¿Qué te ha dicho mi madre?
-¿Cómo ha sido?
-¿Qué tiene exactamente mi hermana?
-¿Dónde está?
Yo uso evasivas constantemente. Insiste y yo pienso:
¿Qué razón existe para no contar algo tan importante a la persona que amo?
Sus interrogantes se me clavan en el cerebro y no puedo más, tengo que decírselo, no puedo continuar así. Desvío el coche hacia la primera área de descanso de la autopista que encuentro y mirándola a los ojos le confieso lo que sé...
Nos abrazamos y lloramos.

En el año 1990, el día de los Santos Difuntos, mi cuñada Idoya era enterrada en el cementerio del pueblo que la vio nacer, crecer y morir en un periodo demasiado corto y con toda una vida por delante. La vida es injusta en ocasiones para los que nos toca vivirla, pero la muerte prematura lo es siempre.

El mismo día, a la misma hora y a unos cien metros del nicho de mi cuñada, era enterrado Carlos.
El aire de aquella mañana era frío y el cielo era gris, muy gris...

Con el drama que se vivía en Roses, la familia necesitaba cambiar de aires por un tiempo y se marcharon a Tenerife, donde tenían un piso para pasar las vacaciones después de cerrar el restaurante al final de cada temporada.

Mis suegros, una vez allí y al cabo de un tiempo, hablaron de nosotros con una amiga de Santa Cruz que tenía problemas.
Esta amiga tenía dos hijas, una pizzería, una tienda de ropa y un centro de estética. Todo eso en la misma calle. Ella llevaba la pizzería y el centro de estética a ratos, la hija mayor no llevaba nada y trabajaba en una agencia de viajes y la pequeña se encargaba de la tienda. Ante la posibilidad de que Penélope se encargara del centro de estética -ya tenía la experiencia de esteticista en la peluquería de mi madre- y que yo me encargara de la pizzería -ya que tenía la experiencia del restaurante- nos convencieron de la necesidad de ir a vivir a Tenerife, así, también, cambiar de aires.

Dejé la agencia con facilidad, no me costó mucho dar el paso.




jueves, 28 de febrero de 2008

De traje y corbata

Dos meses después de acabar la temporada en Roses buscaba trabajo en mi pueblo desesperado para no tener que volver al restaurante el siguiente verano.
Visité una conocida fábrica del pueblo.
El dueño me acompañó orgulloso de su empresa y me mostró el tipo de tarea a realizar.
Sus empleados alimentaban unas máquinas con herrumbre, tornillos, clavos o algo así, no tengo ni idea con qué fin, pero no se podía decir que sus caras fueran muy alegres precisamente.
Me decía que sentía mucho no tener un lugar para mí en la oficina debido a mi historial. El caso es que acepté el trabajo sin pensarlo y tenía que empezar al día siguiente a las seis de la mañana.
Quería quedarme y no volver al restaurante, me hubiera agarrado a un clavo ardiendo.

Al comunicar en casa que ya tenía trabajo y dónde, mi madre me invitó a telefonear a Alex, un primo de mi edad hijo de la hermana de mi padre, la tía Luisa. Él había trabajado para este hombre y, afortunadamente, lo había podido dejar. Con toda la retahíla de improperios que me soltó mi primo acerca de ese hombre tuve suficiente para llamar al empresario para decirle que no me esperara. Me dijo que le extrañaba, no entendía que un chico con estudios hubiera aceptado el trabajo, que no me veía trabajando ahí y que tenía más posibilidades en la vida que malgastarla en su taller. A mi juicio resumía claramente los prejuicios que tenía hacia sus trabajadores y confirmaba todo lo que me había dicho mi primo.

Presenté solicitud para entrar en La Caixa y al mismo tiempo envié currículum a una conocida agencia inmobiliaria de Granollers. Me llamaron para hacer una entrevista en la agencia y después de hablar con uno de los dueños y de realizar un test psicotécnico interminable encerrado en un pequeño despacho, entré a formar parte de aquel mundo con diecinueve años.

Empezaba la jornada a las 8.30 de la mañana con una reunión de ventas. De hecho era un repaso de las tareas que habían llevado a cabo a los vendedores. Lo llamaban raport, para mí era vergonzoso y ridículo, no encontraba el sentido a que los vendedores, uno detrás de otro fueran relatando las peripecias del día anterior, leyendo cosas como:
-Voy con el Sr. Tal a enseñarle el local de la Calle Cual.

-Llamo a la Sra. Nosequé para hacerle oferta del piso de la Calle Nosécuantos.

El truco era que el jefe iba anotando en un cuaderno las frases que leías y al cabo de un tiempo te preguntaba por algún cliente a quien hacía días le habías hecho oferta de algo. Seguimiento útil, supongo. Control total.

A veces escribías en el raport cosas que hacías a parte de la tarea propia de comercial como:
-Vamos a llevar las revistas a Correos -la empresa editaba su revista con todo el producto y lo enviaba a los clientes.

-Vamos a buscar agua al Supermercado Tal -teníamos que beber alguna cosa-.

-Voy a llevar la cartelera del cine -la empresa también se cuidaba de eso-.
En aquellas tediosas reuniones, mientras iba despejándome, más de una vez pensé en poner:
-He ido al lavabo a mear ¡Tres veces!

-He bajado a la calle a soltar un pedo porque no quería que se oyera.

Cuando dejé este trabajo, al cabo de unos tres años, pasé la primera semana desintoxicándome del raport, me costó horrores acostumbrarme a no tener que anotar todo lo que hacía ¡Qué suplicio!
Vestido con el único traje y la única corbata que me compró mi madre, pasé las primeras semanas acompañando un Santi -casualmente los dos vendedores se llamaban igual- y escuchando lo que decía a los clientes. Prestaba atención a las maneras, imitaba sus gestos y usaba las mismas expresiones.

Santi C. era cuñado de uno de los jefes, había sido cocinero antes que vendedor, era un comercial veterano y muy insistente, llevaba a cabo las operaciones de mayor importancia y desayunaba siempre en el despacho, un bocadillo envuelto en papel de aluminio.

El otro, Santi V. era de mi edad, quizás tenía un par de años más que yo, con él solíamos desayunar cada día en un conocido establecimiento de la ciudad tan pronto como los jefes se iban. No estaba permitido, pero lo hacíamos.
Todavía me debe una comida por una apuesta referente al número de teléfono de un cliente suyo que marcaba de memoria, ante su insistencia al hacer notar que se sabía el número de memoria, le dije que yo me lo podía aprender y que pasados diez años todavía lo recordaría. Quince años después me lo encontré y se lo solté, me dijo que me debía un arroz. Han pasado unos veinte años y todavía lo recuerdo, veinte años y el arroz debe estar pasado.

Un mes después de estar trabajando en la agencia, me convocaron para las pruebas de acceso a empleado de La Caixa, lo rechacé, ya tenía trabajo y corbata. Poco tiempo después descubriría que sólo se presentaron once personas para ochenta plazas. Entraron todas, claro está, menos yo.
El hecho de ir bien vestido y que la gente me tratara a menudo de Usted influyó en mi carácter, me volví serio con diecinueve años. Iba a notarías a menudo, conocía abogados, procuradores, administradores y gente influyente de la vida social.
Hablábamos de millones como si habláramos de churros con Santi V. mientras desayunábamos leyendo el periódico. Decíamos cosas como:
-He vendido el local... O bien: -Tengo un piso para vender...

Como si aquellos inmuebles fueran de nuestra propiedad, adoptábamos cierto punto de arrogancia sin darnos cuenta de que alguien podía pensar que estábamos montados en el dólar -lo cual no era cierto, al menos en mi caso-.

Como comercial no me consideraba bueno, no sé mentir sin que se note. Si un piso no me gustaba, era incapaz de venderlo. No servía para trabajar a comisión, el hecho de que la gente pudiera pensar de mí que era un chupóptero me estremecía y como no creaba nada no me sentía realizado, sólo vendía cosas que no eran mías, hacía de intermediario. No quisiera que los intermediarios que puedan leer esto interpretaran mal mis palabras, estoy describiendo lo que sentía yo con veintiún añitos.
No me sentía realizado y no me sentía a gusto desempeñando aquel trabajo, al menos trabajando por cuenta ajena en aquel tipo de negocio.
Estaba convencido de que necesitaba un cambio y lo tuve, amargo, pero un cambio al fin y al cabo.
En una tarde oscura de octubre, una llamada me abrió los ojos a la vez que me los llenó de lágrimas...


lunes, 25 de febrero de 2008

Roses de noche (Año 1987)

Sus padres veían que yo iba muy cansado y convencieron a Penélope para que no me dejara ir a dormir tarde. Ella así lo procuró.

Poco a poco los paseos nocturnos por la playa se fueron acortando y nos despedíamos en la puerta del restaurante, temprano. Luego me dirigía a la solitaria habitación a dormir.
Las primeras noches era incapaz de dormir hasta que cerraba el bar musical que llenaba la calle de todo tipo de música. Tenían las puertas abiertas de par en par para atraer la mayor cantidad de turistas posible. Yo no conseguía pegar ojo y pensé que para estar encerrado en la habitación sin poder dormir, cansado como iba, decidí ir a dar una vuelta hasta que cerrara el maldito bar a las tres de la madrugada, y así lo hice.

Cuando dejaba a Penélope en el restaurante fingía que iba a dormir para no preocuparla, pero no lo hacía. Tomaba la calle hacia la pensión y pasaba de largo, daba una vuelta larga e iba a un pub donde había una mesa de billar americano.

Sus padres insistían en que yo tenía mala cara y me mostraba cansado, ya intentaba disimular el cansancio, pero era demasiado evidente. Aprovechaba el descanso de la tarde para ir a dormir, el bar musical estaba cerrado a esa hora por fortuna. Penélope iba a la playa, yo no era capaz, necesitaba dormir más que comer.

Al cabo de pocas noches descubrí un mundo aparte. El mundo nocturno estival era donde se reunían camareros, taxistas, marineros, guiris borrachos, marroquíes que ofrecían hachís por la calle -impensable algo así en mi pueblo- y señoras que fuman y te tutean, como diría Buenafuente.

Fui de discotecas con 'el Portu', un camarero portugués unos diez años mayor que yo. Él había trabajado para mis suegros y nos hicimos buenos amigos de noche, tan amigos que incluso una noche volvíamos de fiesta con alguna cerveza de más en el cuerpo y mientras nos despedíamos divagando debajo del balconcito de mi habitación, en la misma esquina de la pensión, le cayeron las claves de su piso a la alcantarilla. Como fue incapaz de despertar a su compañero de piso, al cabo de un rato, cuando yo ya entraba en sueños, llamó a mi puerta. Tuvo que dormir en el suelo de mi habitación, sobre la alfombrilla y tapado con una toalla de baño. Por la mañana se marchó con mucho sigilo para que nadie lo viera, la dueña de la pensión era un poco chismosa y se podía haber formado un escándalo en Roses si lo hubieran descubierto saliendo de mi habitación, quién sabe qué podía haber dicho aquella mujer de nosotros.



Mandé al marroquí a hacer puñetas, estaba harto de que cada noche me mareara.
Me decía: -¡Eh, amigo!, hachís...
Y yo: -No, no uso de eso.
Sabía que era droga, pero en realidad no sabía qué carajo era exactamente aquello que me ofrecía, yo era inocente en estos temas.

No me sentía muy seguro andando por aquellas calles con diecinueve añitos.
La noche que me sentí más protegido y tranquilo fue, sin duda, la que hice de guía nocturno a cuatro fornidos marineros murcianos que estaban de paso. Los conocí en el pub donde iba a jugar al billar americano cada noche. Yo jugaba partidas con un chico de Roses y nos hicimos compañeros de billar, apostábamos quinientas pesetas -unos tres euros de hoy- contra holandeses, alemanes y franceses normalmente y ganábamos casi siempre porque éramos un buen equipo, además de que no tomábamos alcohol mientras jugábamos y ellos sí.

Con el cachondeo caí bien a los marineros y me invitaron a todo, a cambio los llevé a los lugares que no podían perderse de Roses. No me atrevería a decir que era muy cultural la ruta que les tenía preparada, por descontado, ellos tendían más bien a estudiar la parte más filantrópica de Roses, no tanto la arquitectónica.

Recuerdo la sensación de seguridad que tenía al caminar rodeado de aquellos Popeyes con cuerpo de Brutus -el malo. Los dejé en la discoteca de un conocido hotel donde había de aquellas mujeres tan cariñosas y amables que fuman. A mí no me gustan las mujeres que fuman, dije a los marineros que yo ya tenía novia y lo entendieron perfectamente. Nos despedimos tan cordialmente como nos habíamos conocido, sabiendo a ciencia cierta que jamás volveríamos a encontrarnos.

Una noche de aquellas ya había dejado a Penélope en el restaurante y me encaminaba hacia el pub a jugar en el billar, pero dando el largo recorrido para no ser descubierto, pasé por delante de un bar y ¡Sorpresa!

Mis suegros estaban tomando algo allí. No supe qué decir, me quedé cortado. Mi reacción fue entrar a comprar tabaco y saludé diciéndoles que acababa de dejar a su hija en casa y que me iba a dormir...

Horas más tarde, entorno a las cuatro de la madrugada, cuando volvía a la pensión me crucé con una chica de Navarra enamorada del cantante de The Cure, era la que trabajaba planchando manteles en el restaurante, tal como íbamos, distraídos, nos saludamos casi sin ni mirarnos y nunca dijimos nada a nadie ¿para qué? si uno regresaba tarde, el otro también.

Estoy convencido de que mis suegros sospechaban de mí, pero nunca me lo dijeron. Mi suegro a menudo insistía en que debía conocer mundo, pillar una alemana, pero yo sólo tenía ojos para su hija.

No hice nada de lo que me pudiera arrepentir, siempre con la conciencia tranquila y el cuerpo reventado.

Tuve suerte que la temporada acabó y volví al pueblo, no sé si mi triste figura hubiera podido aguantar aquel ritmo mucho tiempo más.



domingo, 24 de febrero de 2008

Chaqueta de pana

Por la mañana en casa preparándonos para ir al Belloch.

-No me quiero poner esta chaqueta, Mama!

-Te va bien y te la tienes que poner. ¿Qué tiene de malo la chaqueta?
-¿Que qué tiene de malo? Pues todo. No puedo llevar una chaqueta de pana como ésta a la escuela, nadie lleva chaquetas como esta, la pana es de payés, no es moderna y además ¡no me gusta!
La chaqueta era de pana gruesa, de color marrón claro con el cuello forrado de pelo marrón oscuro, muy peludo. En aquel entonces yo cursaba 4º de EGB, rondaba los nueve años y la chaqueta era de mi padre. La tenía que heredar como quien hereda la ropa de un hermano mayor, pero yo era el hermano mayor y no estaba acostumbrado a heredar, normalmente estrenaba la ropa. El que heredaba en casa, en todo caso, era mi hermano, si la ropa estaba en condiciones de ser heredada.
Nunca he sabido a ciencia cierta por qué extraño mecanismo los compañeros del colegio descubren, enseguida, si te has cortado el pelo, aunque sea un poco, si estrenas calzado o si llevas una pieza nueva de ropa. Las costumbres, dependiendo del caso, eran dar collejas diciendo:
-¡Estrena morena, blanca y negra!
También era costumbre mofarse de la prenda nueva o usada que llevabas buscándole los tres pies al gato, o bien pisarte las zapatillas de deporte, blancas normalmente, hasta que quedaban oscuras y bien estrenadas. Lo de que me pisaran los pies sólo me dolía por el cambio inesperado de color, ya que a mí siempre me ha gustado la sensación de ser pisado, pero no en el sentido figurado, sino en el sentido literal y con delicadeza. Un suave pisotón me provoca un placer similar a cuando estiras los músculos al levantarte por la mañana, me hace sentir bien, me siento aferrado al suelo y me carga las pilas. Normalmente si alguien me pisa por error me pide disculpas, yo siempre digo gracias.
Mi madre me habló con tan buenas palabras, tan dulcemente, que me convenció. Salí de casa consciente de que aquella chaqueta estaba hecha para mí, viéndole sólo virtudes, ningún defecto. Quizás me quedé un poco con la mosca detrás de la oreja, pero a cada peldaño de escalera que bajaba, la chaqueta me quedaba mejor.
Todo fue bien, ningún atisbo de tormenta mientras esperábamos el autocar nº 6, el nuestro. Intentaba pasar desapercibido mirando el paisaje durante el corto trayecto a la escuela. La hora de llegada era un poco antes de las nueve, llegaban autocares de toda la comarca cargados de niños.
Mientras esperábamos la hora de entrar en clase para resguardarnos del frío de la mañana se habilitaban las salas de juegos que daban paso a las aulas. Las salas eran amplios espacios cubiertos con paredes repletas de colgadores para dejar los abrigos. Había varias y cada una era ocupada por dos cursos. Dentro algunos aprovechaban para saludarse y hablar, otros para correr y quemar calorías, como si no tuviesen tiempo suficiente durante el día. La suma de todo era un gran alboroto entre carreras y gritos infantiles sin ningún orden.
Aquel día al bajar del autocar y encaminarme a la sala percibí que algunos de los mayores me miraban y oí:
-Mirad ese ¡Va con chaqueta de payés! -y reían.
No hice caso al comentario, pero la mosca que permanecía detrás de mi oreja al salir de casa empezó a crecer, se fue convirtiendo en un moscardón.
Al entrar en la sala me crucé con un compañero de clase del que podríamos decir que no era muy popular. El chico llevaba gafas, era más bien escuálido, a veces costaba entender lo que decía además de ser bastante pesado. Me dijo algo que no entendí, sólo entendí la palabra: "chaqueta".
Nunca me he considerado persona amante del follón, las peleas me provocan un temblor incontrolable en las piernas y siempre he sido muy pacífico, pero aquella mañana, tan encabritado como iba, oí por boca de aquel inocente la palabra impronunciable del día. Me di la vuelta y le pegué un bofetón a mano abierta en la mejilla, le saltaron las gafas. Me dolió tanto ver aquella acción, que justo después de hacerlo ya estaba arrepentido, pero como el chico lo fue a contar a los demás y éstos comenzaron a increparme, yo, que iba más retorcido que los cuernos de un carnero, tiré mi bolsa al suelo y empecé a repartir estopa a todo el que se ponía por delante, primero uno después otro, movimiento de brazos a diestro y siniestro casi sin mirar.
Entré en el túnel del que no hay vuelta atrás, un lugar que empieza en penumbra y una pequeña luz al final, las paredes son anchas, pero, a medida que vas introduciéndote, se van oscureciendo y estrechando, de allí sólo hay dos posibles escapatorias: que alguien te saque del lugar donde estás físicamente, o que suene el timbre para entrar en clase.
Reducido por mis compañeros en pocos minutos mientras el timbre sonaba, la cosa fue a menos y entramos en clase.
Aquella fría mañana de invierno no era necesaria la calefacción en el aula. El calor que desprendían mis orejas y mejillas me acompañó durante la primera hora. Pasé avergonzado las clases antes de salir al recreo, sin hablar con nadie. Una vez en el patio pedí disculpas a todos y muy en especial a la víctima de mis iras. Allí mismo, al cabo de un cuarto de hora, enterramos las hachas de guerra y fuimos a jugar como si nada hubiera pasado.
No hubo ninguna denuncia por acoso escolar ni maltrato -bulling se denominaría hoy. Tampoco hubo cámaras de televisión entrevistando a los profesores, ni equipo de psicólogos enviado por la Consejería de Educación para escarbar en los oscuros rincones de mi mente en busca de posibles malos tratos sufridos. Las cosas se desdramatizaban a menudo.
Llegué a casa por la tarde convencido de que jamás me pondría la chaqueta, se hacía muy difícil soportar aquella cruz para un chico de tan sólo nueve años y tan presumido.
Sin duda hubiera tenido la misma reacción delante de quién fuera, iba demasiado cruzado para razonar, con los mayores no hubiera tenido ninguna oportunidad y estaba solo, quizás en caso de que hubiéramos ido todos juntos me hubiera atrevido, pero por desgracia le tocó a él y yo reaccioné de la peor manera.
Con el tiempo a menudo he pensado en aquello que pasó. Me demuestra los valores que teníamos, el concepto de compañerismo, todos defendieron a capa y espada al débil, aunque yo fuera parte del grupo. Siempre he aplaudido aquella actuación y rechazado la violencia, no tiene justificación. No me he peleado nunca más con nadie, procuro razonar las situaciones y huir siempre de las peleas.
Paz para todos.



sábado, 23 de febrero de 2008

Trabajando en Roses

La primera cosa que perdí antes de empezar a trabajar en el restaurante de camarero fue mi larga melena rizada. Mi madre me cortó el pelo muchísimo, el corte de mi vida, que se vea limpio y aseado -supongo que mi madre se había quedado con ganas después de saber que no haría a la mili. Eso me hizo perder, de sopetón, un kilo de peso. La última cosa que perdería en acabar la temporada serían los otros dos kilos que parece que me sobraban.

El primer día en el restaurante fue terrible, comimos entorno a las ¡Once de la mañana! Qué horario más difícil de cumplir, es una de las cosas que me costó más. De hecho era la hora en que comíamos el personal, había que hacerlo antes de que llegaran los primeros clientes. La cena era hacia las cinco o las seis de la tarde y justo después ¡venga a correr!
Iba de un lado a otro como una pelota de tenis, incluso a veces escuchaba la voz de mi suegro al estilo juez de silla diciendo de vez en cuando: ¡Nooo! Y yo servía de nuevo.

Reventado y desorientado de estar todo el día en pié, de acá para allá, me fui a dormir a la pequeña habitación de la pensión, una calle paralela a la calle del restaurante. El cuartito que me acogería todo el verano era similar a la habitación que tenía en el Collell, con pila y espejo incluidos. Le daba el sol todo el día y por las noches hacía mucho calor, tenía que dormir con la puerta del balconcito abierta.

Al llegar a la puerta de abajo, siempre abierta, entré en el rellano y eché un vistazo a la hilera de peldaños que conducían al primer piso, donde estaba mi anhelada cama. Me vi incapaz de subir los escalones como lo haría en condiciones normales. Al empezar los primeros tres peldaños las piernas no me respondían, las tenía doloridas por todas partes, tocara donde tocara me dolía, así pues doblé la espalda y a cuatro patas inicié el ascenso como un perro herido.

Las primeras noches, en cuanto acababa la jornada, a eso de la una de la madrugada, solíamos ir con Penélope a remojar mis pies a la orilla del mar, dábamos paseos nocturnos por la playa.
La estampa era muy romántica, dos enamorados cogidos de la mano, bajo la luz de la luna paseando con el bajo de los pantalones por encima de los tobillos, acariciando con los pies las tenues olas que morían en la arena. La estampa romántica era para los que contemplaban la escena desde el paseo marítimo. Si hubieran estado a nuestro lado, hubieran oído mis gemidos al introducir los pies en agua salada, tenía tantas llagas y ampollas por los 'super-zapatos-negros-con-suela-de-goma-especiales-para-camareros' que a cada paso que daba veía las estrellas aunque el cielo estuviera nublado.

Los primeros paseos nocturnos eran realmente dolorosos. Una vez sanadas las ampollas y acostumbrados mis pies al ritmo frenético del restaurante, pude disfrutar de conversaciones con mi querida Penélope y también saborear cada momento que pasaba con ella cerca del mar, oliendo el perfume de la suave brisa marina y oyendo el sonido rítmico de las olas sobre la arena fresca.

A media temporada, principio de agosto, el calor era insoportable. Servía la bebida a las mesas con el procedimiento habitual:
Pedido que llega a la barra, se prepara y yo lo llevo a mesa, hasta aquí todo correcto.
El problema era cuando sobraba bebida, en particular alguna copa de sangría. No estoy seguro de que aquello no fuera una trama urdida por Antonio, el camarero que medía metro y medio de la barra con quien íbamos a jugar a ping-pong, vestidos de camareros, como 'el Pulga y el Linterna', los del 'veintidóh', de '¿cómo ehtaba la plassa? ¡ehtaba abarrotáh'!.
Cuándo yo devolvía la copa de sangría sobrante a la barra, él la escondía a un lado y al volver, como por arte de magia, de la copa de sangría habían florecido dos pajillas para sorber y Antonio, guiñándome un ojo, exclamaba sonriente mientras señalaba la copa con la cabeza:
-¡Joer qué calor! Y yo, con el calor, bebía sangría. A los pocos minutos me paseaba con la bandeja por todo el comedor con la alegría y el buen rollo más propios de un camarero andaluz, y él:
-¡Joer qué calor, tío! De vez en cuando mi suegra nos miraba de una manera extraña al vernos felices.
Durante todo el tiempo que estuve trabajando en el restaurante luché para que el trato que recibía de los 'jefes' fuera igual que el que recibían mis compañeros, no admitía nada especial para no crearme enemigos. Comía lo mismo que todos, con la única excepción de la paella, no podía con ella, y eso que era una especialidad de la casa. Cuando tocaba paella yo iba a escondidas a comer un bocadillo de salchicha de Frankfurt al bar de al lado.

Hacía los mismos horarios, soportaba como todos la cancioncita machacona del 'coche fantástico' de la calle cada vez que un padre ponía una moneda en la máquina infernal para que su hijo lo condujera, incluso una turista sueca se me acercó con una moneda en la mano diciendo: kit, kit. ¡Yo creía que aquello era una propina y lo que quería era cambio para la m... de trasto!
Qué martirio, la madre que lo p...

A pesar de todas mis aspiraciones de ser tratado como los demás, mi suegro nunca 'me echó una bronca' y no por que no tuviera motivos. La peor trastada que cometí involuntariamente, fruto de un complot en mi contra por parte de los de cocina, fue un quince de agosto, el peor día con el restaurante lleno de gente.

Cada mañana me ocupaba de rellenar los frascos para aliñar ensaladas, aceite y vinagre, también pimienta y sal. Cogía los saleros vacíos y los llenaba. Aquella mañana lo hice como cada día. Por la noche, con el restaurante lleno, mi suegro se me acerca con cara de pocos amigos y un salero en la mano, lo abre y me dice:
-¿Qué es esto?!?
-Sssal ... ¿no?
-respondo confundido.
-Pruébalo -me dice serio. Al percibir un sabor dulce en la lengua me quise morir.
¡Azúcar! ¿Cómo puede ser? Esperaba una bronca de aquellas monumentales, de las que hacen historia. Imaginaba las miradas cómplices de los de cocina mientras reían entre dientes. ¡Traidores! Exclamé por dentro mientras iba detrás de mi suegro con una bandeja en la mano recogiendo los saleros de todas las mesas con la cara colorada de vergüenza.
Fue el día en que empecé a pensar que Alfredo, mi suegro, era como un padre para mí, y así lo ha demostrado toda la vida.
Mandé a la porra mis aspiraciones de ser tratado como los demás, ¡al carajo! Yo no quería ser parte de aquellos traidores.

De los clientes, la mayoría eran turistas franceses y alemanes con los que, esforzándome un poco, podía entenderlos y decir algunas frases, sobre todo en francés, pero mi fuerte era el inglés y en todo el verano sólo vino una mesa de ingleses. No cabe duda que pasé más tiempo del necesario con ellos, aprovechando para practicar el idioma.

Aprendí a imitar la voz de mi suegro, sobre todo llamando a Carmen, una camarera veterana. La tenía amargada. Tan pronto como veía que estaba quieta mirando la calle o charlando con alguna camarera del restaurante de al lado cuando había poco trabajo, yo la llamaba con la voz del 'jefe':
-¡Carmeeeen!
Ella se erguía asustada, giraba sobre sus talones y venía corriendo mientras preguntaba por mi suegro, entonces se daba cuenta y me reñía sonriendo.

Pasé buenos y malos ratos aquel verano, pero al final de temporada decidí que yo no estaba hecho para la hostelería, quiero decir para trabajar en ella ¡Claro!
Tan pronto como llegué al pueblo y reencontré a mis amigos, nadie creyó que había estado todo el verano en la costa y en un restaurante. Me esperaban bronceado y bien alimentado, pero mi imagen era más parecida a la de alguien que había permanecido meses en un iglú en Groenlandia alimentado de pescado crudo. La tez blanca resaltaba aún más las oscuras bolsas debajo de los ojos. Estaba tan pálido, que casi era transparente, como aquellos bichos que habitan en las profundidades marinas más recónditas a no sé cuántos miles de metros bajo la superficie, en una palabra, invisible. Había perdido peso -si es que aquello era posible- y me mostraba carente de horas de dormir debido al cansancio y también, en parte, a las noches de Roses.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Aprendiendo a trabajar

Cuántas veces de pequeño me había quedado embobado en el patio en casa de los abuelos mirando como el tío Paco removía cemento en un cuezo.
Sobre una especie de volcán de polvo gris vertía un cazo de agua e iniciaba la danza de la paleta, convertía la mezcla mágicamente en una masa homogénea. Qué arte tenía en tirar la pasta para tapar un agujero. Me gustaba especialmente el sonido de la pasta de cemento al salpicar la pared y ver cómo recogía el sobrante y lo volvía a tirar al cuezo, para aprovecharlo después. Iba alisando la superficie hasta que quedaba tapado, después había que esperar que secara.
El tío Paco es hijo de Sevilla e hijo adoptado de la Cataluña próspera. La piel morena le delata, es albañil. El bigote eterno de la familia, debajo del cual ha cantado a las rancheras más inverosímiles en las reuniones familiares. Es muy del Barça, pero también del Betis ¿O es del Sevilla? Nunca me acuerdo... bueno, es del Barça seguro.
Siempre le ha gustado contar chistes y hacer mucho cachondeo. Él suele dar sentido a las frases, no concibe decir tan sólo gracias, tiene que decir:
-Gracias majo, ¡que te la pique un escarabajo!
O bien cuando tenía que decir a algún sobrino que comiera, decía:
-Come y calla que tienes la cara como una toalla...
Él es la prueba palpable que todo andaluz lleva un poeta dentro.

Se casó con mi tía Juani, la hermana menor de mi madre -ahora intentamos llamarla Joana, pero nos cuesta.
La tía tiene un récord Guiness. De todo el mundo, es la mujer con la capacidad de dar más pellizcos y besos en la mejilla de un sobrino por minuto.
Cariñosa y guapísima, siempre amable y muy prudente. Es del tipo de mujer que está pendiente en todo momento de mostrar atenciones y, sobre todo, que no falte de nada. Incluso un verano en L'Escala, mi familia había alquilado la casa de unos amigos y mis hermanos y yo pasábamos las vacaciones allí con los tíos. Durante la semana nuestros padres estaban en el pueblo trabajando en la peluquería y nos cuidaban los tíos. Aquella noche se dieron cuenta de que no había nada para cenar, un descuido como otro y, sin ningún problema, nos zampamos un melón enorme entre todos y a dormir.
No sé porqué mamá se enfadó por aquello, nosotros lo pasamos muy bien, fue una cena diferente, original, aunque nos costara dormir aquella noche.

Ellos son los tíos con los que más relación hemos tenido. Sobre todo cuando vivíamos en la casa rosa. Allí la tía cuidaba de nosotros, de la ropa y de la casa y el tío hacía tareas de mantenimiento. No hace mucho pasé por delante y, aprovechando que entraban un coche, vi que la mesa de obra que el tío hizo en el jardín ya no estaba. Me dio mucha pena. Si aquello hubiera sido una escultura dudo que la hubieran derribado, o quizás sí, pero claro, aquella mesa sólo tenía significado para nosotros, para quien la hizo añicos sólo era un fastidio en medio de un espacio para aparcar.

Lo ayudé a hacer unos trabajos de pintor en casa donde descubrí, por primera vez en la vida, lo duro que es el trabajo. Hasta aquel momento el trabajo más duro que había hecho era el de jardinero en casa, tumbado en la hamaca mientras activaba el riego por aspersión del jardín.

También había dado lecciones de inglés a la hija de los propietarios del primer videoclub del pueblo, pero lo único que tenía de duro era levantarme de la cama hacia las diez menos cuarto, puesto que las clases empezaban a las diez, si no recuerdo mal.

Con este currículum estaba perfectamente preparado para ayudar al tío a pintar los postigos de madera de las ventanas de casa, la idea no me pareció nada mal, diría que hasta me atraía e incluso me hacía ilusión.

La ilusión se desvaneció tan pronto como el tío apareció con los utensilios y no había ni rastro de pinceles ni pintura. Me mostró una pistola de gas con la que quemaría a la vieja pintura verde y la iría retirando con una rasqueta. Una vez hecho esto había que pasarle papel de lija por todos y cada uno de aquel carajo de listones para que quedara listo para pintar.

Haciendo números rápidos, al menos había quince aberturas, entre ventanas y balcones, es decir unos treinta postigos, si cada postigo tenía unos veinte listones del carajo, suma una cifra aproximada a seiscientos listones para lijar, y además los marcos. Me entró el hambre de repente, me hubiera comido todas y cada una de las palabras que dije a mi madre, como que ayudaría al tío a pintar los postigos...

Por suerte, el tío me enseñó a coger el papel de lija de manera que en vez de pulirme los dedos, la mano y el brazo entero, iba puliendo los listones.

También él fue quien me hizo dejar de lado la maquinilla eléctrica de afeitar que me quemaba la piel del cuello, me enseñó a afeitarme con espuma y hojas de doble corte -ya no me quemaba, ahora me cortaba y dejaba mi cuello lleno de pequeñas banderitas del Japón hechas con pedacitos de papel higiénico.

No sería capaz de decir cuántos días estuve en el patio con el papel de lija en la mano rascando postigos, pero se me hizo eterno e incluso soñaba con ellos. Después de más de veinte años, los postigos continúan siendo de color marrón y juraría que nadie ha sido capaz nunca de pintarlos de nuevo, seguro que no hay presupuesto para pagar tanto trabajo.

Nos sacamos la licencia de conducción a la primera y juntos, la teórica. Él la práctica a la primera y yo la repetí porque me gustaba mucho conducir.

Éramos compañeros de fatigas y aquello de los postigos y esto del carné nos unió mucho, pero al mismo tiempo me separó un poco de mi hermano, que en aquel tiempo fue víctima de mi inconsciente impertinencia propia de la edad. Supongo que más llevado por el hecho que yo estrenaba carné de coche, y veía que mi hermano todavía era pequeño.

Tal vez busco excusas para no aceptar que me comporté como un imbécil durante un tiempo con mi hermano, pero reconozco que me porté mal. Este episodio quedó en el olvido quizás gracias a la intervención de mi madre, de la tía o del sentido común y el juicio que nos caracteriza a las personas. Soy afortunado por haber abierto los ojos en el pasado y me siento enormemente orgulloso de poder disfrutar de la compañía del tío Paco y de mi hermano en cada una de esas sobremesas de verano en casa de los tíos de Blanes.


martes, 19 de febrero de 2008

Servicio Militar

Para no excederme en este escrito, he decidido resumir todas mis anécdotas de la mili en una sola palabra:
-Nohicelamili!!!
La semana del sorteo de quintos nos pilló haciendo COU en el Collell. Sorteaban destino para ir al servicio militar obligatorio. Mi madre ya se había preocupado de contactar con un pariente lejano militar de Zaragoza que tenía ciertas influencias y me ayudaría a pasar el mal trago, como ya había hecho con algún pariente. El sorteo se celebraba un martes y el miércoles por la mañana alguien trajo el diario Punt de Girona con los resultados. Con gran desconcierto cada uno miraba dónde le había tocado. El diario iba de mano en mano hasta que llegó a mí.
Según aquel maldito listado y por mi maldita fecha de nacimiento, me tocó Alcalá de Henares, Madrid. Qué maldita desilusión. Lo maldije todo, mi maldita suerte, los malditos huesos del maldito militar que sacó la maldita bolita en aquel maldito sorteo -si es que lo hacían con bolas.
Si el maldito destino caprichoso me tenía reservada aquella maldición, era lo que tocaba, tenía que aceptar la maldita mili. No había pedido prórroga ¿porqué debería pedirla si lo que yo quería era trabajar y ganar dinero?
Pasé el día preocupado, el siguiente bajo de moral, deprimido y el viernes entero maldiciendo mi suerte. Estaba hundido, no entendía que hubiera gente como yo que no quería hacer a la mili, y en cambio había quien lo deseaba enormemente, como Vila, que le tocó excedente y quería ir de voluntario a la Legión!?!

También hubo algunos que pidieron prórroga y les hubiera tocado excedente del contingente, es decir, que se hubieran librado de ir gracias al boom de natalidad de nuestra quinta. Qué injusta es la vida, pensábamos.
Nunca llamabas a la familia des de el Collell, excepto en raras ocasiones y aquello no era nada excepcional, tampoco recibías llamadas, no era un hotel. Vivíamos aislados del mundo exterior hasta que llegábamos a casa los viernes por la tarde.
Aquel viernes llegué en Mini a casa, la casa rosa la llamábamos -sobra decir porqué.
Kira, nuestra perrita cariñosa y juguetona, me recibe muy contenta cómo siempre meneando la cola y ladrando, yo no estoy tan contento, me siento más bien malhumorado. Después de dejarla dentro de casa, entro el coche y aparco en el jardín, en mi sitio. Saco del pequeño maletero la pesada bolsa con toda la ropa sucia de la semana y me dirijo a casa. Una vez dentro, Kira quiere salir a ladrar a la gente que pasa por delante, la abro. Dejo la bolsa de ropa sucia no sé donde, en algún lugar y subo las escaleras que conducen a mi habitación, agotado y deprimido, dispuesto a tumbarme en la cama y dormir.
Al abrir la puerta, el sol de tarde que entra por la ventana ilumina la habitación y descubro que alguien ha convertido mi habitación en ¡Un parque infantil!
Globos de todos colores inundan mi habitación, mi cama, mi mesa, algunos globos metidos en calzoncillos míos y otros pintados simulando caretas, incluso hay una pancarta que reza alguna cosa que no puedo ni descifrar del impacto visual recibido, echo la cabeza hacia atrás y las cejas caen sobre mis ojos, entonces pienso:
¿Porqué? ¿Cómo puede ser que se alegren tanto de que tenga que ir a la mili? ¿De veras soy tanta molestia? No diré que flipé, porque era una palabra que todavía no se utilizaba, creo, pero sí que aluciné.
El teléfono estaba en un mueblecito rinconero en el distribuidor de abajo, justo al bajar las escaleras. Me abalancé bajando los peldaños de cuatro en cuatro, descuelgo el teléfono y marco el número de la peluquería, para pedir explicaciones, haciendo rodar el dial -a nuestros hijos les suena a prehistoria.
-Hola soy yo ¿se puede poner mi madre?
-Un momento, me dice una voz femenina que no consigo identificar, estoy confuso. Oigo que grita entre el ruido de secadores: Elviraaa, Sergi. Instantes después...
-¡Sergiii! -Me dice ella- ¿qué te ha parecido?
-¿Qué pasa Mama?
-¡Que no vas a la mili! ¿no estás contento? Y ríe.
-¿Cómo dices? ¡Pero si me ha tocado en Alcalá de Henares! Lo miré en un diario...
-Qué dices hijo, si he enviado al tío Paco al Ayuntamiento a mirarlo...
-¿Estás segura?
-Llámalo, llámalo y habla con él.
-Ahora mismo lo llamo.
Cuelgo y marco de nuevo...
-¿Digame?
-¡Qué pasa contigo tíiiiiooo!
-Hola sobrino, ¡felicidades!
-Me estáis tomando el pelo?
-¡Noooo! He ido a verlo al Ayuntamiento, estaban las listas colgadas fuera. Lo he mirado y cuando me venía he vuelto a mirarlo para asegurarme y ponía claramente: 'Excedente de Cupo'.
En aquel momento se me hincharon las venas, mi temperatura corporal subió al menos hasta los ciento cincuenta grados, me morí y resucité en dos segundos.
Con la temperatura recuperada, sufrí tal estallido de alegría que ¡Casi me meo en los pantalones!
Aquel sorteo me fue tan bien que después de eso nunca jugaba a la lotería convencido que aquello había sido mi golpe de suerte en la vida, mi lotería.
A veces en alguna cena alguien empieza a explicar historias de la mili, cosas como pase pernocta, imaginaria, cabo primero, abuelos, conejos, cetme, etc. y a mí me suena a chino, me apena mucho no haber vivido esa experiencia... je, je, je, ¡ni de coña!
Lo más cerca que estuve de la mili fue en la jura de bandera, en Talarn, de mi hermano, voluntario de la Cruz Roja para ahorrarse ir lejos de casa y la verdad es que parece que estuvo bien y muy cerca. Mi padre se fue de voluntario a Paracaidistas y mi suegro estuvo en la Marina, imaginad dos años en el mar... quizás hay pocas cosas a comentar por mi parte.
Desde aquí agradezco la labor de los responsables que pusieron las listas en aquel diario, solvencia contrastada.
Lamento profundamente no poder colgar la foto de mi jura de bandera...



lunes, 18 de febrero de 2008

Empezando a trabajar en Roses

Del padre de Penélope conocí primero la voz en forma de gritos y después a la persona.
Me infundía mucho respeto, era un cocinero chillón y malhumorado, sólo dentro de la cocina, cuando tomaba la nota en la mesa era muy buen anfitrión, pero eso lo descubrí más tarde.
La madre era una mujer muy agradable, risueña y siempre llevaba los ojos exageradamente pintados para mi gusto. Regentaban un restaurante típico para turistas en el Alt Empordà, Roses, lugar costero tocado por un viento, la Tramontana, que hace que la mayor parte de los habitantes acaben tocados como reza la canción de Sopa de Cabra:

Nacido entre Blanes y Cadaqués
muy tocado por la Tramontana
de una sola cosa puede estar seguro
cuanto más viejo más loco...

Para mí Roses es el culo del mundo, siempre ha habido demasiada distancia para llegar. El día que fuimos con mi familia a conocer a su familia, ellos tenían bastante trabajo en el restaurante. Nos sentamos en una mesa mis padres, mis hermanos y yo, con diecisiete años, nervioso y algo alterado por la situación. Cuando nos tomaron nota yo pedí una tortilla francesa. En aquel tiempo había perdido las ganas de comer, comía poco y mal, pesaba sesenta y tres kilos y medía un metro ochenta, me invadía la más absoluta tontería del amor.
De todas las cosas que no se pueden pedir a cocineros de restaurante de costa en verano hay una muy especial que les toca lo que no suena:
UNA TORTILLITA FRANCESA PARA EL NIÑO!!!
Los gritos del cocinero se oían desde el comedor.
Todavía no le había visto la cara y ya conocía su voz y eso no me gustó. Madre e hija intentaban calmarlo haciéndole ver que era una ocasión especial o al menos eso pensé yo.
La madre de ella iba diciendo a los clientes, franceses y alemanes, sorprendidos al oír aquellos gritos, que el cocinero estaba borracho.
Pensé:
-Empezamos bien...
Con el tiempo fui mejorando mi dieta y acostumbrando el paladar a probar y a saborear todos los alimentos, o casi todos. Me fui colando en la familia de ella poco a poco, de puntillas, como aquél que no quiere la cosa. Una vez acabado el COU en el Collell, con todo el verano por delante y sin perspectivas a corto plazo, Penélope se las había ingeniado para tenerme a su lado y entré a trabajar en el restaurante como camarero, bueno más que camarero, pasa vinos según los padres de ella, aunque para mí y para todos los clientes yo era el chico alto y escuálido de la bebida.
Me habían dicho que siempre debía servir el vino empezando por las señoras, los caballeros después, pero ¿Qué hacer cuando en una mesa sólo hay dos chicas alemanas?
Con mi particular sentido del humor me acerqué a la mesa con una jarra de vino en la mano. Dispuesto a servirlo, acerqué la tinaja a la copa de una de ellas, sin verter ni una gota hice lo mismo en la otra, las chicas me miraban sonrientes y, con el cachondeo, repetí la operación. Como no decidían quien de ellas tenía que recibir el vino primero, vertí un chorrillo de vino entre las dos copas, justo en medio de la mesa sobre los manteles de papel. ¡Se echaron a reír!



sábado, 16 de febrero de 2008

Durmiendo en Roses

El Mini Cooper se averió cuando lo apreté demasiado para evitar que un Audi Quattro se me echara encima mientras avanzaba a un autocar en la autopista.
Con el peasso Fura Crono (foto con Aki) muchos fines de semana -por no decir todos- iba a dormir a Roses, a casa de los padres de Penélope. Lo digo así porque por aquel entonces, y según ellos mismos, ella y yo sólo éramos amigos, a pesar de que ya hacía unos cuatro años que éramos pareja -supongo que yo haré lo mismo, o peor, con mi hija.
Durante el invierno vivían en la casa de las afueras. Ella dormía en un plegatín que montábamos en la habitación doble de sus hermanas y yo dormía en su habitación, solo, en una cama estrecha y corta de la que me sobresalían los pies. Soy de los que acostumbra a moverse mucho por la noche, no paro quieto, pero no soy del tipo ventilador con los brazos abiertos, sino más del tipo pollo asado dando vueltas en la máquina. Me gusta realizar todas las posturas imaginables en la cama, no entraré en detalles. A cada nueva posición que adopto experimento un nuevo placer, una nueva sensación, similar a la que sientes al meterte en la cama después de una jornada agotadora una vez has superado el frío de las sábanas.
Con la camita incrustada en un mueble con estantes y mis movimientos, cada vez que me movía me golpeaba la cabeza. Tan sólo podía dormir sobre mi lado izquierdo, ya que si giraba el cuerpo a la derecha me daba en el codo con el mueble. Si dormía boca arriba me angustiaba pensar que cada vez que levantaba la cabeza sufría un nuevo golpe en la frente con el estante. ¡Acababa molido! A la hora del desayuno tenía la cabeza como un timbal y la sensación de no haber descansado en absoluto.

Más adelante me confesaron que habría podido retirar la cama. Yo era muy prudente y por no molestar...
Uno de aquellos días en los que me quedé a dormir...
Estoy durmiendo plácidamente boca arriba, quieto sin mover ni un solo músculo para no topar con el mueble. Poco a poco una fuerza extraña y temblorosa se apodera de mi pecho, es una fuerte opresión que me hunde en la cama y a la vez me quema. De repente siento que me falta el aire y me ahogo, me pesa mucho el pecho y me quema, me digo: tengo que dejar de fumar... pero no es eso, soy demasiado joven, me encuentro empotrado al colchón y dominado por esa fuerza caliente y sofocante que no cesa de presionar y temblar, me ahogo, me ahogo... ¡Aire! Me quemo, necesito AIRE, AIRE ¡AIREEEE! Grito, pero nadie me oye, claro, es un sueño...

Despierto y me doy cuenta de que no es un sueño, es real. ¿Qué es lo que me pasa? La presión y el ardor no cesan, continúo clavado y ahogándome. Abro los ojos tan rápido como puedo, la habitación está en penumbra, lo suficiente para intuir que aquello que me oprime es, es, es...
¡LA GATA!!!
Es ella repantingada sobre mi pecho con su culo empotrado a mi nariz.
Fastidiado la agarro con las manos y me la quito de encima, ella se queja, pero yo recupero el aliento y mis pulmones lo agradecen agotados...
Es una mañana de invierno, la tramontana sopla con fuerza.
Acabo de vestirme para bajar a desayunar y me dispongo a ventilar la habitación. Penélope se está acicalando en el lavabo. Abro la ventana y me pongo el reloj en la muñeca. En cuanto me doy la vuelta, veo la puerta de la habitación que empieza a cerrarse sola, hay corriente de aire y me acerco con la buena intención de detenerla para que no de un portazo. Soy tan inocente que intento detener la puerta con una mano, pero la tramontana no es una brisa ¡Tiene muy mala leche! La mano me resbala y me queda tan sólo un dedo para soportar aquella embestida y claro, como aún no soy un superhombre, se cierra la puerta con mi dedo en medio...
-MECAGÜEndiéeeeeeeeez!!!!
En aquel preciso momento no pude gritar ni renegar como me hubiera gustado porque sus padres estaban abajo, debía tratar que no pensaran mal de mí. A mis lamentos de dolor se sumó Penélope riendo escandalosamente!?!?!
¿Cómo alguien puede reír de algo tan doloroso? Qué manera de consolar más extraña que tiene la gente tocada por la tramontana...
Quedé convencido de que esa era la manera de consolar que tienen en Roses.
Me integré de tal modo a sus costumbres que, desde aquel día, cada vez que ella se ha pillado un dedo -y no han sido pocas- me he partido de risa.
No lo puedo evitar, como se dice: "Allí donde fueres, haz lo que vieres".




viernes, 15 de febrero de 2008

De compras...

Hay hombres a los que les gusta ir con su esposa y los niños un sábado por la tarde a pasear entre tiendas, mirar, remirar comparar y comprar. Yo soy del tipo: "hombre a quien no gusta ir de compras ni ir a mirar tiendas y mucho menos con los niños". Necesito zapatos, voy a la zapatería y los compro, sin perder el tiempo comparando tiendas. Si entro a comprar, compro, no quiero marcharme con las manos vacías. No me gusta encontrarme las calles llenas de gente y las tiendas a reventar. El médico me prohibió que fuera de compras, sobre todo los sábados por la tarde, aunque algunas veces no he podido seguir sus recomendaciones poniendo en peligro mi salud.

He llegado a comprarme un lote de camisas a rayas aprovechando que no había nadie en la tienda, qué comodidad, qué descanso... -era la semana anterior a las rebajas y la vendedora quedó muy contenta.
Me cuesta mucho decidirme a entrar, pero una vez dentro es para comprar tan sólo cosas que necesito. Descubrí la manera de ahorrar mucho tiempo en tiendas a los veintitrés años, cuando Penélope y yo vivíamos en Tenerife. Ella necesitaba un reloj y decidimos ir a Santa Cruz a comprar uno. En cada tienda pedía mi opinión y yo, claro está, le decía lo que pensaba de los relojes que nos mostraban. Éste es demasiado grande, éste demasiado pequeño, éste demasiado llamativo, éste... Después de cuatro horas, unos grandes almacenes enteros y setenta y dos tiendecitas de paquistaníes, por fin encontré la manera. ¡Vi la luz!
En la tienda que hacía setenta y tres, en un mostrador en al entrada había relojes. El primero que ella señaló con el dedo exclamé:
-¡Éste!
-¿Quieres decir? Hizo ella.
-Sí, sí, éste. Empecé a destacar las virtudes de aquella maravilla de la técnica de la mejor manera que supe, sublime. El vendedor alucinó, no regateamos ni el precio. En minuto y medio nos pulimos lo que llevábamos haciendo las cuatro horas anteriores.
Desde entonces hasta el día de hoy, procuro que no me pille para ir de compras y mucho menos a pasear entre tiendas, pero de vez en cuando... me engancha.
-Traigo a mi marido arrastrándolo de la oreja... -le dice ella a la chica de la tienda.
Acto seguido, la chica me mira qué oreja tengo roja y ya entiende que no soy amante de comprar ropa. Con buena predisposición, la dependienta me enseña de todo, a mí me empieza a atacar la alergia. Las cosquillas alérgicas me suben por los tobillos desde los pies, pasan por las piernas, el culo y toda la columna vertebral, acaban siempre con un sudor frío, ligero mareo y picazón en el cogote. Al ver todo aquel muestrario de ropa se me hace una montaña y pierdo la paciencia. Me siento incómodo, angustiado e incluso desconcertado.
Cuando encontramos alguna prenda que me puede estar bien, pienso: qué pereza desnudarme en un micro-espacio que no está diseñado para tal efecto, con un visillo que cierras de un lado y se abre por el otro, no hay suficiente espacio donde dejar las cosas y, por si fuera poco, muchos no tienen ni una triste sillita donde apoyar el culo para desabrocharte los zapatos.
La mejor época para ello es en verano, las chanclas son tan fáciles de sacar como los pantalones cortos y la camiseta, pero en invierno es muy pesado. Arrancas cada capa de ropa como si fueras una cebolla: abrigo, jersey, camisa y camiseta para probarte... una camiseta de verano?!? Ya pensaré en verano lo que quiero comprar ¿No? Ahora sácate las botas de pie, ya no me llego a los pies sin provocarme dolor muscular en las piernas y una vez lo consigo, me pruebo unos pantalones y salgo fuera a mirarme en el espejo descalzo sobre el suelo helado. No me calzo hasta que ya he terminado, me veo incapaz de ponerme las botas de nuevo.
Mi mujer me dice: date la vuelta, quiero ver cómo te quedan de culo...
Y yo: ¿De culo? ¡De culo me haces ir tú con las tiendas! A veces hace que me comporte como un niño, pero es que odio esta situación.
Mirada atónita de la dependienta y carcajadas.

Ojalá tuviera un clon de mí mismo para enviarlo a probarse la ropa e ir con él a escoger modelo.
Mi tienda ideal sería de suministro a domicilio. A la hora de vestirme por la mañana, yo con calzoncillos y calcetines vendría una chica -preferentemente- y desnudo, me iría pasando ropa hasta que yo dijera basta, escogido todo por catálogo virtual con la talla precisa según las medidas tomadas con anterioridad, ahora esto, ahora aquello, sin prisas, las cosas de una en una, en un entorno agradable, un espacio decente y la mente despierta. Una vez todo estuviera en su sitio, pagaría la cantidad que considerara justa pagar por lo que me quedara, pero eso es imposible.
La idea que me ronda por la cabeza es ir a casa de mi hermano, colarme en su habitación, abrir su armario y ponerme cualquier cosa, de esta manera me ahorraría ir de compras. Pero eso sería tener mucha cara.


¡Ya lo tengo, brillante idea!
Que mi hermano se compre por duplicado cada pieza de ropa y ya pasaremos cuentas.
¿Eso ni es imposible ni es tener mucha cara, no?
Los zapatos ya me los compraré yo por cuestión de talla...



jueves, 14 de febrero de 2008

San Valentín ¿Cómo dice?

No me gusta San Valentín, no lo siento mío en absoluto, es un invento de los americanos ¿no? Sant Jordi es el día del libro en Cataluña y además, es el día oficial de los enamorados catalanes... a las rosas ¿no?
Qué obsesión por comprar una rosa que tenemos los catalanes. El día de los enamorados tiene que ser cada día que empieza, ya sea San Valentín, Sant Jordi o San Nosequé -y porqué no Santa... ¡ah, no! que éste ya tiene reservada la Navidad.
Tienes que mostrar tu amor hacia la persona amada a diario, que, aparentemente, parece cosa fácil, pero en realidad es la cosa más difícil del mundo. Demostrar que amas a una persona todo el año si llega el día de los enamorados y no piensas en ello, es un error aunque no lo sientas como propio, ya que infinidad de tiendas, anuncios de radio, televisión y en los periódicos no dejan de restregártelo por la cara dandote a entender que eres un rata si no piensas en comprarle alguna cosa.
De nada te sirve la excusa de decirle que la quieres todo el año, si no tienes un detalle preparado.
Un día como hoy, hace diecisiete años, Penélope y yo salíamos de casa mi madre para ir a vivir juntos a Tenerife. Ésta es la verdadera razón de ser del día catorce de febrero, no San Valentín. Teníamos veintidós añitos e íbamos cargados con todas nuestras cosas, abandonábamos el nido y poníamos en marcha nuestra vida en convivencia. Con todo lo que nos hacía falta cargado en el Opel Corsa rojo de ella, iniciábamos el camino hacia Cadiz, donde tomaríamos el Ferry que nos llevaría a la isla.
Una de las cosas que echo más de menos de vivir en Tenerife es que por Sant Jordi no regalé a Penélope una rosa, sino quince al precio de una de aquí.

¡Si eres rata, cuidado con el gato que va camuflado!



miércoles, 13 de febrero de 2008

Falta de atención en las tareas domésticas

Soy hombre y por ello, en condiciones normales, no encuentro lo que busco, como la mayoría. Me falta la atención necesaria que requieren algunas tareas compartidas del hogar.
A menudo los árboles no me dejan ver el bosque.
Remuevo cajones y no encuentro lo que busco.
-¿Dónde estará aquel jersey pálido con cremallera?
Miro en el armario donde se supone que debe estar y nada, no está. Abro cajones de uno en uno -soy ordenado- y tampoco. Me dirijo al lavadero con la inocente intención de que esté esperándome el jersey con las mangas abiertas para darme el tierno abrazo de los Teletubbies, pero no, tampoco está allí. Pienso... echo un vistazo por todas partes y finalmente me rindo.
Con los brazos caídos, pegados al cuerpo y la mirada perdida me dirijo torpemente hacia mi esposa:
-Cariño, estooo... una cosita sólo, aquel jersey pálido con cremallera... ¿No tendrás idea de dónde puede estar?
-¿Has mirado en el armario?
-Es el primer lugar donde he mirado.
-¿Seguro?
-Claro que sí.
-Tiene que estar allí.
-Sí, ya lo sé, pero no lo encuentro. Ahora viene cuando empieza a imitar a mi madre y la de muchos:
-¡No encontrarías agua en el mar!
Llegados a este punto ya está convencida que va a ir ella misma al armario.
Instantes más tarde, tal vez segundos...
-¿Ves como sí estaba en el armario?
Juro que no sé cómo lo hace, pero lo encuentra. Debajo de otro jersey, pero allí está metido el maldito jersey. ¡Qué facilidad que tienen las mujeres en encontrar cosas! A veces pienso que si en Estados Unidos, en vez de Bush estuviera mi mujer, al día siguiente hubieran encontrado a Bin Laden.
Sin ir más lejos, hoy mismo, a la hora de preparar la comida, ella preparaba la carne y yo tenía que hacer la ensalada. Odio hacer las ensaladas, hay demasiadas cosas que trocear y te tienes que mojar las manos a menudo, yo tengo las manos delicadas, resecas -alguien podrá pensar que soy exagerado y que son excusas, pero es cierto- y no me conviene el agua. Prefiero recoger la mesa después de comer.
En el momento en que ya he perdido todo el tiempo posible, ella se dispone a aceptar el trato y me pide que saque la lechuga de la nevera. Fácil, muy fácil. Abro la puerta de la nevera, echo un vistazo y nada, ni rastro de lechuga. ¡Parece que estoy buscando a Wally!
-No hay lechuga...
-¿Has mirado en el cajón?
Lo abro y ¡Sorpresa! Allí está escondido. ¡Esto es un complot!
-¿Esperas que te salte a la cara cuando abres la nevera?
Reímos juntos de mi ineptitud.
Mi esposa y yo nos conocimos hablando en castellano, estuvimos muchos años en los que ésta era nuestra lengua de comunicación en casa, pero con el tiempo ella fue hablando catalán, fue perdiendo la vergüenza hasta el punto de que, al nacer Ariadna, el catalán pasó a ser la lengua de casa.
Cuando vivíamos en Tenerife me tocaba hacer la compra a menudo. Un día hicimos la lista de un montón de cosas.
Cuando voy al supermercado compro a la alemana, es decir, estrictamente lo que hay a lista, sin improvisar. ¿Para qué correr riesgos innecesarios?
Compro lo que hay en la lista y voy tan pendiente de lo que leo, que a veces no presto atención al producto que cojo. Como los tomates que cogí aquel día. Eran para untar en el pan, pero era imposible sacar jugo de ellos, estaban duros como piedras y ella al tocarlos en casa me dijo:
-¿No has visto que en la lista ponía tomates maduros? ¡Estos están como piedras!
-Cariño, he comprado lo que ponía en la lista: los tomates más duros ¡Juro que eran los más duros de la sección de frutería!
Hace una semana tuve que volver al super a cambiar unos tomates de ensalada empaquetados que estaban podridos y un paquete de lechuga vieja, no me había fijado.
Estoy convencido que esta manera de hacer es hereditaria, mis hijos se emboban a menudo, pero tienen la excusa que son niños todavía. Esta tarde ha venido Roger, un amigo de Joel a casa un rato antes de ir al fútbol a entrenar. Cuando les he dejado en la acera para entrar en el campo y con la prisa habitual -llegábamos tarde- Roger ha salido disparado delante de mi hijo, pero en dirección opuesta a la puerta del campo, lo hemos llamado, ha girado de repente y en el giro se le ha caído una zapatilla de la mochila que llevaba abierta, la escena era cómica. Reímos mucho con él, es un claro exponente que la especie como yo tiene el futuro asegurado. Reconozco que soy un poco despistado con estas cosas, afortunadamente otras las hago bien.
A los hombres que leáis esto y que quede entre nosotros:
Que nuestras esposas no se enteren nunca de lo fácil que es arreglar un enchufe o colgar un cuadro o cambiar una bombilla...



lunes, 11 de febrero de 2008

Películas dañinas

Hay películas que hacen daño a la gente que las ve. Si ya de adulto algunas películas te marcan, imaginad qué puede pasar cuando tienes diez u once años y toda una vida por delante...

Una de esas películas fue Grease. La de John Travolta y Olivia Newton John. Me pilló a la dulce edad en la que empezaba a despertar a los sentidos. Despertaba a los sentidos cuando mi madre, experta en el tema de peluquería y estética, me ponía cera caliente en el entrecejo o en el bigotito cantinflero y una vez seca, tiraba de ella, flash! Y yo, que no me atrevía a decir palabrotas gritaba: ¡Ayyyy! ¡Maaaaamaaa! y ella me decía con amor: -Para presumir se tiene que sufrir hijo mío. Presumir, presumir... salía de la peluquería presumiendo, pero de una cara con vivos colores rojizos que combinados con el color de la piel de mi cara, sólo me faltaba la galleta para ser un helado de nata y fresa.

Causaron furor las chaquetas negras entre los compañeros del Belloch, pantalones tejanos y peine de plástico en el bolsillo de atrás. El truco consistía en sacar el peine y pasarlo por el pelo con mucho tufo de colonia a granel y con chulería, eso, repetido con cierta regularidad, creíamos que provocaba en las chicas un efecto impactante. ¡Qué ilusos!

Las chicas, al menos algunas de nuestra clase, valoraban la sensibilidad musical de los chicos, sobre todo las habilidades en el baile. Para acercarte a las chicas no valía hacerte el chulo jugando al baloncesto, o al fútbol, ni tampoco el béisbol las apasionaba, en cambio hacías una coreografía con ellas de Rivers of Babylon de Boney M y te miraban de manera distinta, les caías bien. Los mayores se burlaban, pero ellas valoraban tu esfuerzo y eso valía la pena.

Cazadoras negras y peine sobresaliendo del bolsillo. Me fue bien eso del peine porque yo era muy presumido ya desde pequeño y me arreglaba el pelo con los dedos como podía para que se disimularan las orejas, el pelo debía taparlas. Con el peine me iba mejor y tenía la excusa perfecta para llevar un utensilio maldito como aquél encima, hasta entonces estaba prohibido llevar peine, era un atentado contra el buen gusto, algo reservado a los macarras. Tenía que ser impactante ver a un grupo de niños de unos diez años, dando saltos travolteros mientras íbamos en dirección a los lavabos que había al lado del comedor como si no supiéramos andar.

Dentro de los lavabos empezaba la verdadera película. Había un espacio enorme que separaba los urinarios de la pared de la izquierda y los de la derecha, espacio suficiente para colocarnos en formación y en estricto orden de protagonismo para representar la escena de la película donde convertían un coche de pura chatarra en un pura sangre del asfalto. ¡Allí era donde descargábamos toda nuestra fiebre. ¡Cómo nos hervía la frente! Allí se desbocaban los potros salvajes que realmente llevábamos dentro, nos convertíamos, en definitiva, en John Travolta y sus colegas. Cantábamos y bailábamos imitando los movimientos de la escena original, disfrutábamos de unos segundos de espléndida locura. Quemábamos adrenalina hasta que entraba alguien por la puerta y entonces... ¡Todos a disimular!

No hace mucho organizamos una fiesta de aniversario y teníamos que ir vestidos de Grease, me hacía tanta pereza volver a recordar aquello que estuve a punto de vestirme con prendas de color gris, pero al ver cómo iría vestida mi mujer, me lo pensé dos veces. Peinado con tupé y el pelo largo por detrás, más que un tributo a la película Grease yo representaba otra película de éxito similar: Maquinavaja, el último chorizo.

No me gusta disfrazarme, me gusta ser como soy y no figurar, quizás sea algún trauma infantil. Ya hablaré en otra ocasión de disfraces...



domingo, 10 de febrero de 2008

Antes de desayunar

Hoy, 8.30 h. de la mañana:


Tengo los ojos cerrados, el cuerpo reposado y estoy en la cama. Empiezo a moverme, a girar sobre mi cuerpo para hallar la postura que me permita dormir más.

A cada nueva posición que adopto, una nueva sensación de bienestar. El grifo que tengo en mi cerebro se empieza a abrir lentamente e inunda mi mente de pensamientos. Cuando el chorrillo se convierte en torrente, me levanto de la cama con la esperanza de recordar al menos uno. A menudo es imposible.


8.40 h. de la mañana:

Ariadna, que se levanta habitualmente la primera, está leyendo un libro tumbada en el sofá, detrás de mí. Empiezo a escribir de lo que siento a riesgo de ser reiterativo y pesado, querría publicar un escrito alegre que tengo guardado, un recorte de juventud, pero no me apetece y me dispongo hoy, nuevamente, a escribir sobre el sentimiento de soledad que me invade.

8.45 h. :

La gente que tiene animales domésticos podrá comprender el mal trago que estamos pasando. Tengo el cerebro ocupado y un nudo en el estómago, soledad, supongo que...

Ariadna me interrumpe: -Tienes razón, Papa...

Yo, paro máquinas: -¿En qué tengo razón?

Ariadna: - En eso que dices de sentirse solo, que aunque estamos nosotros, te sientes solo.

Yo, sorprendido: -Mmm... sí hija mía. Pienso: -Increíble, ¿me está leyendo el pensamiento?
Ariadna: -Que me encuentro sola, me he levantado y ella no está, ya no viene a saludarte. Antes no me pasaba nunca esto de sentirme sola, por las mañanas me sentía acompañada...


8.50h. :

Entra por la puerta Joel, con el cabello alborotado, los ojos entre cerrados y sin zapatillas, como siempre. Quiere ver dibujos, pero ayer no hizo los deberes y como hoy vienen a comer los padrinos de Ariadna -Pep y Mari con los niños, Laia y Roger- los tiene que hacer antes de que lleguen.



9.00 h.

Parece que poco a poco, la vida sigue y todo va volviendo a la normalidad.

Buenos días a todo el mundo.


(Foto de este verano pasado con Mari i Pep)





sábado, 9 de febrero de 2008

Vacío

Estamos llenos de vacío. Qué contraste.
A cada momento echamos de menos a Nuska.

Hoy hemos ido al centro de recogida selectiva de residuos a tirar la vieja caseta de madera que usaba raras veces, ya que solía estar dentro de casa siempre.


Cuando nos alejábamos en la furgo, Ariadna mantenía la vista clavada en aquella caseta mientras el operario la iba haciendo añicos con su martillo.

Ella está especialmente sensible, no en vano se han criado juntas... durante diez años.
Joel está muy dolido, también. Lo ha aceptado de una manera más rápida, no sé si fruto de algún mecanismo de defensa.
Ambos quieren tener un nuevo amigo. Ya hablaremos de eso, es demasiado temprano tal vez. Tan sólo nos quedan los rincones donde solía estar. Abro la puerta de casa y espero que venga a recibirme, como siempre, pero no lo hace.
No está... Camino despacio por el pasillo oscuro de las habitaciones con cuidado de no pisarla y espero que se levante como solía hacer, pero no está.
He encontrado un punto de referencia, un lugar en el cielo, una estrella. He decidido que aquélla será su estrella y, mirandola, recordaré a menudo los mejores momentos pasados con ella.