jueves, 26 de junio de 2008

El espía de la calle Padraw.

Aquella mañana se levantó temprano, demasiado temprano para ser sábado. Tomó la ropa y los zapatos y salió de la habitación sin ventanas hacia el rellano del primer piso. Uno a uno, procurando no despertar a nadie, subió los peldaños que conducían a la buhardilla de la vieja casa.
Los rayos del sol madrugador de Karddu se cuelan por una de las dos ventanas de la buhardilla, a la que da a la calle de Padraw todavía no han llegado. Es en esa buhardilla donde se acumulan muebles viejos y trastos, además de los olores del pasado, mezcla de rancio y ambiente encerrado. Se viste con parsimonia y se peina el pelo con los dedos ante un espejo, tiene que estar impecable para la misión, está acostumbrado a situaciones límite, ha vivido muchas de ellas y de todo tipo, pero esta vez lo tendrá que hacer solo, arriesgando y solo ante el peligro.
Del fondo de una vieja cómoda saca un maletín negro con bordes plateados, con cuidado libera los dos cierres y lo abre como si hubiera un tesoro dentro. En su interior hay una americana doblada, la extiende y se la pone. Es oscura, cruzada y le está grande, pero él se la encuentra mejor que hecha a medida, toma también unos guantes de piel color negro y se los coloca con lentitud. Sólo queda la parte más difícil de los preparativos: robar la pistola del guardián.
Baja las escaleras con sigilo, en su mente sólo tiene la imagen de un gato acercándose a un ratón, prudente, silencioso, con la habilidad de poder saltar en cualquier momento con una fineza absoluta. Desde el rellano se dirige a la cámara del vigilante, que duerme plácidamente, un guardián debería estar más al acecho -piensa-, pero la tranquilidad reinante de los últimos quince días le hace bajar la guardia. Se acerca con la cabeza baja, los ojos abiertos y los hombros en alto, los brazos encogidos y agachado entre la penumbra, cualquier leve ruido podría despertarle e irse todo al traste. Ahora, mientras percibe sudor en el cogote, una gota le recorre la frente y se detiene en la ceja derecha, piensa que no hubieran sido necesarios ni guantes ni americana.
Tiene mucha paciencia, es una de sus mejores virtudes, espera el momento oportuno, se acerca lentamente a la mesilla de noche. La fuerte respiración del guardián es constante y hace acelerar el ritmo del corazón del intruso. De repente, se corta la respiración del guardián por unos instantes, segundos... cinco, seis, siete, ocho... y estalla un ronquido que obliga al espía a echarse al suelo, al lado de la cama, a pocos centímetros de un orinal lleno que desprende un hedor poco deseado. Se le está agotando la paciencia, pero no pretende herir a nadie, sólo quiere tomar lo que ha venido a buscar y marcharse para llevar a cabo la misión encomendada.
Decide dejar de lado algunas precauciones cuando intuye que el hombre está tan dormido que no se dará cuenta de nada, abre el primer cajón y toma la pistola. Rápidamente se la introduce en el bolsillo y se aleja con cuidado. De nuevo en la buhardilla deja la pistola dentro del maletín y hace repaso de todo el material: el maletín negro abierto con los mapas y otros documentos importantes, los guantes de piel, la pistola, unas gafas oscuras con visión nocturna incorporada -aunque esta misión será de día-, la billetera y un cordel que ha encontrado por la buhardilla. Lo tiene todo a punto para salir a la calle, la americana abotonada, guantes y gafas puestas y el maletín atado con el cordel a la mano izquierda. Ahora se da cuenta de que ya no hay vuelta atrás.
El espía baja las escaleras que mueren en el pasillo de la casa, a mano izquierda tiene la salida principal -es importante tener eso controlado-, pero sería peligroso y lo podrían descubrir enseguida; a mano derecha tiene el comedor y una puerta de salida al patio que al mismo tiempo da a la callejuela de atrás, es la salida más discreta, pero ahora también la más arriesgada, ya que oye murmuros en la cocina y también le podrían descubrir.
No contaba con eso, no le habían facilitado un plan B para salvar aquel imprevisto -mal hecho, claro que los superiores no corrían peligro-. Finalmente, dotado de la máxima capacidad para tomar decisiones rápidas y juiciosas en situaciones extremas -no en vano ha sido adiestrado en el peligro-, opta por la salida principal para evitar ser descubierto por los ocupantes de la cocina.
El sol se le echa encima cuando cruza la puerta principal de la calle Padraw. Lleva puestas las gafas y así no lo puede reconocer ni el mismo sol. Anda ágil por la estrecha acera de la calle Padraw, pegado a las casas, de vez en cuando, con las prisas, roza el maletín con la pared de una casa sin querer. Llega a la avenida A. Guy Meara y decide subirla a pesar del riesgo que corre de ser descubierto, allí trabaja una peluquera que lo conoce muy bien y él no querría ponerla en peligro, podría sufrir las consecuencias si alguien lo seguía. Sube avenida arriba y pasa por la acera de enfrente de la peluquería, usando el maletín de escudo, escondiendo el rostro detrás, sin osar ni mirar y con la esperanza de que nadie lo reconozca. Cuando se encuentra a la altura de la calle del Dr. King se detiene, acaba de pasar por delante de una pequeña tienda de comestibles con la fachada color verde claro y siente hambre.
Abre el maletín, acaricia el arma con los dedos y la coge con la mano para sentir su peso, deseando no tener que usarla, echa un vistazo a la billetera, pero está llena de documentos falsos, no de dinero. La cierra con firmeza.
El espía súper especial decide continuar calle Mount Sean abajo hasta Hospital Street que, casualmente, es la continuación de la calle Padraw, el punto de inicio de la misión ultra secreta.
De incógnito se acerca con cautela a la puerta principal de la casa, la abre decidido a todo, a dar la cara, a darse a conocer. Desde el fondo del pasillo descubre una figura femenina a contraluz, es una mujer mayor, debe ser la mujer del vigilante -piensa-, con bata y alpargatas, una silueta ancha y fuerte, difícil de olvidar, inconfundible. La mujer se enfrenta con el espía sin saber que está armado y sube la voz:
-¿A onde has ío con esa facha?
-A jugar, abuela, a jugar...
Aquella mañana de 1978, con el estómago vacío y acalorado, el espía de diez años que había secuestrado a su nieto, devolvió la pistola de petardos al cajón del abuelo sin que éste se diera cuenta, porque el guardián ya no estaba en la cama, estaba en el patio de atrás frotando una navaja en una piedra afiladora...


El guardián, su esposa y el espía, el día de su bautizo.


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