jueves, 2 de octubre de 2008

De uniformes e Institutos

El otro día fui a buscar a mis hijos a la salida de sus respectivos centros educativos. A las cinco salía Joel, a y media, Ariadna. Con todo lo de la preparación de la fiesta de mi esposa y el trabajo, no había tenido todavía oportunidad de hacerlo.
Mi hijo al verme entre los padres que esperaban esbozó una larga sonrisa y se me echó al cuello. Fuimos al súper a comprar las cuatro cosas de la lista y luego al Instituto de Ariadna.
Una vez allí me encontré con David y su hija Anna, iban a recoger a David, su otro hijo. Mientras hablábamos nos acercábamos a la puerta principal del Instituto hasta que, de repente, Joel y yo nos quedamos solos ante la puerta.
-Pssst... pssst... ¡Sergi! -oigo, me doy la vuelta y veo a David, el padre, que desde el otro lado de la calle me hace señas para que me acerque.
-¿Qué pasa? -pregunto.
-Es que no podemos estar ahí, aquí las cosas son diferentes, los padres tenemos que mantenernos alejados...
-¡Ah! Cómo no he caído antes... -reímos y esperamos.
Joel me pidió permiso (¿?) para ir a jugar al parque infantil.
-Pero cuando te diga "vamos", es vamos ¿eh?
-¡Que sí, papa! La espera es eterna y le comento a David cosas como la dificultad que tengo en localizar a mi hija entre tantas chicas, ya que todas van... ¡Con el mismo uniforme! Sale el hijo de él y se van.
Está bien que vayan uniformadas, así no hay problema a la hora de vestirse por la mañana...
¡¡¡Y un churro!!!
No es que el uniforme se componga de camisa blanca y faldita de cuadros con calcetines hasta las rodillas, similar al de Britney Spears en uno de sus primeros éxitos -si no el primero- al contrario: pantalones estrechos tipos "pitillo", que con la ley del tabaco quizás tendrían que llamarse tipo "pajita"... bien, no, quiero decir... ¡Da igual! Camisetilla de tirantes, pañuelillo al cuello -esto me gusta, para evitar resfriados- la mochila de setenta kilos -eso sí, con las dos cinchas bien puestas- pero en vez de llevarla a una altura prudente para evitar lesiones, la llevan para... taparse el culo -con perdón, supongo- y el pelo liso, largo y con flequillo a un lado para poder acompañarlo con los dedos de una mano.
De esta guisa van todas y yo me vuelvo loco a la hora de adivinar cuál de ellas es mi hija. Finalmente acabo por llamarla al móvil... gran invento. ¿Quién fue el primer padre en comprarle a su hija de once años un utensilio como éste? ¿De quién fue la idea? El día que mi socio, Jordi, me confesó que le había comprado un teléfono móvil a su hija de... dieciocho años -ya hace bastante tiempo de eso- le solté una frase que ahora me tendré que comer con patatas:
-¡Ahora sólo te queda darle tu tarjeta de crédito, también!
(ñam, ñam ... dizculpad ke con la boka llena no zé ejcribir...)
Nuestra hija crece, qué se le va a hacer, es la vida... me la hubiera tenido que zampar cuando era pequeña, pero ahora ya estoy lleno.
Una cosa me entristeció aquella tarde. Hablando con Pere, uno de los profesores del Instituto -su hija tiene la misma edad que la mía y nos conocemos de la antigua escuela de nuestras hijas- se reía cuando yo le confesaba no entender eso de que los padres nos mantuvieramos alejados de la puerta principal... Él no da clase en el curso de nuestras hijas para mantenerse al margen. Eso lo entiendo, de acuerdo, evitas suspicacias y bla, bla, bla.
Pero lo que me pareció realmente triste es lo que me dijo después:
-Puedo hablar con todo el mundo aquí en el Instituto, excepto con mi hija... aquí no.
-¡Coj...nes, que fuerte! -solté, nos despedimos y le pedí que, ya que iba en dirección al parque, me enviara a Joel de vuelta, tenía ganas de abrazarlo y así lo hice.
Triste, muy triste, pero es lo que toca, poco a poco tenemos que acostumbrarnos a decir adiós a nuestros pequeños.


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