lunes, 28 de abril de 2008

Juegos de niños


En invierno, mi hermano Marc y yo pasábamos las cortas tardes de domingo jugando a fútbol en nuestra habitación enmoquetada del pisito.
Mientras mamá hacía sus cosas y papá miraba el partido de fútbol en blanco y negro por la úachefe -la 2 de hoy- nosotros confeccionábamos, con hojas de libreta y tijeras, el número que pegaríamos en la camiseta del pijama, con cinta de celo claro.
Teníamos mucho afán en colgarnos un número a la espalda.
En aquella época no había ni la facilidad para estampar camisetas ni la moda de ahora, la mayor parte de camisetas de mis hijos tienen un número -generalmente de dos cifras- o alguna frase en cualquier idioma. Tan pronto como estrenan una camiseta con frase incorporada procuro hacerles saber qué es lo que dice, mi hija de once años regularmente lo averigua, mi hijo, de siete, tiene que prestar más atención en las clases de inglés.
Esta es la camiseta del pijama de mi hijo, sin ir más lejos:
Horas felices - 83 - duerme y sueña.
De entrada el número no viene a cuento de nada, supongo. Por otra parte, y siendo un pijama de niños, yo matizaría: si happy hour es la franja horaria en la que las bebidas en un bar son más baratas, ¿qué necesidad hay de instruir a mi hijo sobre este tema si sólo tiene siete añitos?
Suponiendo que se refiera a la traducción literal: Horas felices ¿Para quien? ¿Para el niño o para los padres? Si son para el niño teniendo en cuenta lo que le cuesta irse a dormir... Si son para los padres podríamos decir que son más bien las horas tranquilas.

Finalmente: Sleep and dream. Parece escrito a modo de deseo, pero no, es imperativo, una orden: ¡Calla y come! como ¡Duerme y sueña! ¿No causará eso un trauma al niño, Doctor Estivill?
Quizás sería mejor idea estampar el mismo texto en la camiseta de algún cachondo de discoteca, pero preferiblemente cambiando el 83 por un 69. Incluso duerme y sueña tendría sentido ¿No?
Hay gente que luce frases en la camiseta sin saber el significado. La primera camiseta con frase que tuve me la trajo mi madre de Ibiza, era de color naranja y decía:
My friends went to Ibiza and all they brought me was this nasty T-shirt (Mis amigos fueron a Ibiza y todo lo que me trajeron fue esta asquerosa camiseta), me apresuré a traducir lo que decía, quizás mi madre no me la hubiera traido de haberlo sabido.
Cuando teníamos el número pegado a la espalda y la pelotita de goma -pelo verde la llamábamos- corría por la moqueta azul, empezaba el largo partido. Jugábamos de pie hasta que acabábamos arrodillados y dando a la pelota con la mano. Todo acababa con el aviso de mamá para ir a cenar. Con el cabello sudado y la sensación de haber pasado la mejor tarde de nuestra vida deteníamos el juego exhaustos. El vaho que había en la habitación se podía cortar con una mano.
Cuando nuestros padres jubilaron la moqueta de la habitación, descubrimos que también podíamos jugar a hockey. Cogíamos una cuchara sopera cada uno a modo de stick y hacíamos deslizar de un lado a otro un disco -tapón de algún tarro- o una bolita. No teníamos vídeo consola ni nos hacía falta.
Las primeras camisetas del Barça que tuvimos no llevaban escudo ni número, ni mucho menos nombre. Mamá compraba el escudo en la mercería y lo cosía en la pechera, ningún ornamento ni color más. Con el tiempo y debido a nuestra insistencia, ella compraba un par de rodilleras blancas de cuero -de aquéllas que se cosían en los pantalones para tapar rotos- y las recortaba dándole forma de número, el seis y el nueve los números más fáciles de hacer con aquellas piezas de cuero ovaladas, entonces mamá, siempre paciente, los cosía. Funcionaban mucho mejor que los de papel, al menos no se desprendían a medio partido.
Por regla general, la obsesión por los números va decreciendo a medida que nosotros crecemos, hasta el punto que con el tiempo, todo el mundo se esfuerza en ser reconocido por el nombre y no por un número, luchamos por ser algo más que simples números en la cola de la vida.

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