miércoles, 13 de agosto de 2008

El post de los bichos.

El pasado sábado fui con mi hijo Joel de ocho años y Tora de seis meses a la pequeña cascada del riachuelo que tenemos delante de casa.
Es un lugar pequeño y sencillo enmedio de naturaleza, nada de Niágaras ni Iguazúes, simplemente arroyo de un palmo -a veces ni eso y otras quizás te llegue el agua al ombligo- junto a una pequeña zona de picnic con parque infantil. A menudo, cuando el calor es generalizado, se convierte en un pequeño oasis para conocidos y extraños con sus respectivos perros.
Este sábado encontramos a Pol, un niño de cinco años que manejaba, con rostro convencido, ademán estático y gesto serio, una especie de caza mariposas dentro del agua. Sobre los guijarros de un recodo tenía un cubo con algunos pececillos de río.
Tora se metió en el agua sin pensárselo, no en vano era eso a lo que había ido. Joel acompañó a Pol en la aventura de pescar cangrejos de río a las aguas que hay antes del salto de agua, de esta manera, Tora, que no cesaba de remover la arena del fondo y borrar las esperanzas del pescador, no asustaría la pesca.
Mientras los observaba quedé alucinado de la cantidad de información que Pol tenía guardada en su cerebro, hablaba de oxígeno, de acuarios, de acciones a tomar para conseguir atrapar un cangrejo, de los lugares donde solían esconderse, de pistas como las burbujas de aire que subían a la superficie provenientes de los agujeros de un ladrillo dentro de la corriente...
De pequeños habíamos venido alguna vez con nuestro padre a refrescarnos con un baño natural cuando este lugar quedaba a las afueras del pueblo y para llegar tenías que hacer una excursión. Recuerdo especialmente un día en que fuimos para meter las lanchas de tipo Zodiac de los Geyperman, pero no tuvimos la previsión de llevar bañador, quizás porque todavía no era época de baño o quizás por la misma improvisación de nuestro padre -doy fe que de eso soy heredero-, y papá nos dijo que si queríamos entrar en el agua nos teníamos que desnudar. Yo no quería entender aquello muy bien, ¿porque no nos bañamos en calzoncillos? ¿qué quería decir que no?, pero me moría de ganas por jugar con la lancha y mi hermanito enseguida quedó en bolas y ya jugaba. En aquel tiempo yo tenía unos ocho años y también una vergüenza exagerada, pero pudieron más las ganas de jugar que el pudor. Me desnudé deprisa y corrí hacia el agua con la lancha y el muñeco encima -el Geyperman, claro-.
Mientras estuvimos solos, ningún problema, pero un rato después apareció un abuelo con su nieta dispuesta a bañarse -venía preparada para el baño-, miré a mi hermano, que no se había dado cuenta de ello, me hizo un gesto de complicidad y juro que la lancha me quedó pegada al cuerpo, justo por encima de la "pichulina" -como decíamos entonces- y sólo me movía de frente a la niña, por la zona donde el agua no me obligara a agacharme, por tanto ¡sólo me podía mover en un metro cuadrado!
No puedo recordar cómo fue la salida del agua, ni si fue la niña que marchó antes. Tan sólo me he quedado con este momento para el recuerdo...

La pesca del sábado acabó con un resultado bastante provechoso: un pececillo de cuatro centímetros, un renacuajo de la misma medida a quien ya le salían las patas de atrás y un cangrejo.
Presencié la magnífica destreza de aquel niño de cinco años a la caza del cangrejo de río. Daba órdenes a mi hijo de ocho años con la firmeza de un capitán de expedición en medio del Amazonas:
-¡Dame un palo! ¡Rápido! -exclamaba Pol.
-¿Un palo... cómo? -preguntaba Joel.
Yo, que estaba detrás de ellos patitieso, busqué uno largo y delgado y se lo acerqué a mi hijo sin decir nada.
-Muy bien ahora ¡acerca la red aquí!
-¿Cómo? -Joel acercaba tímidamente el caza mariposas por dentro del agua.
Entonces Pol tomó la malla con la mano derecha mientras con la izquierda hurgaba con el palo por un hueco entre las rocas y a la vez iba relatando cómo se debía hacer:
-¡Se tiene que hacer así por la cola, porque sinó con las pinzas te pueden pellizcar!
¿Cola, pinzas? De cangrejos sólo conocía los de las rocas de la caleta de Palamós, pero no diría que eran demasiado peligrosas aquellas pinzas, quizás las de las cabras de mar sí que las hacían más difíciles de coger... ¿pero colas? ¿qué cola?
¡Caray cuando salió aquel pedazo de bogavante directo a la malla empujado por el palo de Pol!

Una vez en casa consulto a la Wiquipedia y sí, es un cangrejo de río ibérico, de un color marrón oscuro, por lo que se ve también los hay americanos, que son rojos. Leo más abajo y ¡sorpresa! una cosita me llama la atención: A causa del peligro de extinción de los cangrejos de río ibéricos, está prohibida la pesca y la comercialización, eso se le ha pasado por alto al pescador, pero claro, si sólo tiene cinco años. A pesar de los esfuerzos de mi hijo por convencerme de que aquel marrón no era tal, sinó que tenía un tono rojizo... el cangrejo volvió al río, quizás para caer de nuevo en las redes de Pol.
Minutos antes del retorno del cangrejo a su hábitat, apareció por casa una amiga de Ariadna, Bárbara, quien ya se había encargado de traer comida para el pececillo que compartía cubo con el renacuajo. Las niñas vertieron un poco de aquella comida y fue visto y no visto: en unos segundos el pez descansaba panza arriba...
No sabemos si fruto del ataque del renacuajo celoso o por culpa de una indigestión.
Indignado con la situación -ya había advertido a los niños que había que devolver los bichos a su lugar natural- solo estuvimos a tiempo de devolver el renacuajo al río.

Recordé a mis hijos el episodio del principio de las vacaciones donde la protagonista era una lagartija joven a quien las caricias torpes de los niños acabaron con un más que probable infarto de miocardio de la lagartija, que no pudo superar, a pesar de haberle hecho un terrario improvisado dentro de un tupperware con tierra, hierbas y rocas a modo de unidad de vigilancia intensiva.
El domingo recorrimos con mis hijos y Tora el tramo de arroyo entre la cascada y un poco más arriba de nuestra casa. En un rincón descubrí un animalito de un color rosado que chapoteaba torpemente la poca agua del margen, mis hijos no habían prestado atención ya que iban más pendientes del fondo que de la superficie.
Exclamé:
-¡Un pájaro! Supongo que los niños alzaron la vista a los árboles, pero se dieron cuenta de que el pájaro estaba a mis pies al mirarme. A primer vistazo pensé en un periquito, pero cuando lo rodeé con mi mano para sacarlo del agua, me di cuenta que era un canario de plumaje marcado de blanco y naranja, con tonos rosados en la transición. Varias plumas se desprendieron de su cuerpo y cayeron al agua, estaba malherido. Lo dejé en manos de mi hija que se encaminó hacia casa y se preocupó de encontrarle jaula, ya que nuestra vecina tiene pájaros en el patio y alguna jaula de más.

Joel, Tora y yo continuamos río arriba pisando agua, ya que aquello era realmente lo que queríamos hacer y mi intención era llegar hasta casa por el arroyo. Conocía a la perfección el tramo de delante de nuestra casa, a la otra orilla del riachuelo, era una zona a la que acostumbraba a llevar a Nuska años atrás. Cual aventureros fuimos avanzando hasta el lugar que creí mejor para salir, pero la vegetación estaba enorme, no se veía ni el camino. A pesar de estos inconvenientes, no quería dar marcha atrás -que hubiera sido lo más recomendable- y, armado con un bastón, me fui abriendo paso como en una selva frondosa. Pronto sufrimos el ataque de las ortigas y cargué a mi hijo en hombros, de esta guisa continué con un bastón en cada mano y mi hijo ensuciándome las gafas con sus deditos cada vez que le decía: ¡agárrate!
Tora reculó, vio demasiada complicación o quizás no pudo soportar los ataques urticantes -que me han durado dos días enteros- y se marchó por el camino que hubiéramos tenido que usar nosotros.
-¡Hemos perdido a Tora! -grité a mi mujer y a Ariadna mientras desde el puente la buscábamos con la mirada.
Ariadna casi se ahoga por el impacto que le causó oír aquellos gritos.
-¡Ya la veo! -dije con tono más calmado.
Mi hija salió disparada hacia la cascada a esperarla.
Cuando por fin llegamos todos a casa, contamos la aventura a mi mujer -que ya se había encargado de ir a buscar el pollo asado- y a la vecina que también estaba en la calle.

Para acabar de rematar la faena:
El lunes fuimos al cine a ver WALL-E y a cenar al Viena, vino con nosotros una invitada, Bárbara, que agradecida por la invitación, se presentó el martes por la mañana en casa con una pecera que contenía un pececillo de color negro, mil aletas y ojos grandes adosados a su cabeza. En aquel momento preferí haberle cobrado la cena y la entrada al cine, pero Ariadna me prometió que se cuidaría de todo.

El caso es que mañana nos marchamos unos días a ver a mi hermana a Sort y mi madre se encargará de "todo", quiero decir de Tora -que no puede venir, desgraciadamente- del canario a quien de momento llamamos "Oui" porque es la única cosa que dice y como no sabemos si es macho o hembra, pues ¡ala! y ahora el pez que, según Bárbara, come cada dos días, pero en el bote de comida pone que tiene que comer dos o tres veces al día...
Por cierto: ¡Felicidades Natàlia! Nos vemos mañana.
(Hoy es el aniversario de mi hermana, pero ya no me queda mucho espacio más y como la veremos mañana y además hemos hablado por teléfono hoy mismo... no querría que pensara que la relaciono con los bichos del post).

Y hasta aquí esta historia ¿larga? Sí, pero creo que para lo que he escrito desde el domingo hasta hoy y lo que podré escribir los próximos días, ya estará bien, supongo...

3 comentarios:

troncha dijo...

Buen blog y curioso.

Saludos...

Els del PiT dijo...

Gracias Troncha
Salud!

Els del PiT dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.