lunes, 4 de agosto de 2008

La yaya Juanita.

No era abuela mía, ni siquiera éramos familia, pero había formado parte de la "familia" del edificio donde vivíamos de pequeños. Era yaya de Ricki, la que lo acogía cada fin de semana y hacía posible que los niños del vecindario tuviéramos la oportunidad de compartir horas de juego y diversión.
Su voz era áspera y aguda, pero con cierto tono musical, sobre todo cuándo abría la puerta de su casa y llamaba a su perrito pekinés:
-¡Lot, no te vayas! -y el perro salía al rellano a saludarnos.
Sus ojos eran pequeños y su pelo de plata le daba un aire de bondad que sólo se rompía cuando reñía por algún motivo a sus nietos.
La última vez que la vi en persona, no hace muchos años, había perdido uno de los pequeños dientes incisivos de abajo por donde se le escapaban las eses que cargaban demasiada abundancia. Aquel día me di cuenta de que la estaba perdiendo, ella no me reconoció, le costaba ubicarme, pero sus ojos todavía brillaban de una manera especial. Por otra parte mis ojos húmedos iban borrando su presencia para volar allá donde mi memoria tenía guardado el recuerdo de la yaya Juanita.
El recuerdo de una mujer amable que siempre abría la puerta de casa con la bata puesta y una sonrisa para los niños. A una mujer a quién siempre llamábamos yaya, a pesar de no ser nuestra.
Ella ocupaba el balcón bajo acristalado detrás de la baranda que daba al Patio de la Abuela. El mismo cristal que utilicé como diana para apuntar con el tirachinas una mañana de sábado sin testigos. Intenté utilizar el tirachinas con la mano izquierda, para probar mi destreza, tomé un añico de ladrillo rojo del suelo y tiré de la goma todo cuanto pude... uno, nadie me verá, dos, ¿dónde apunto?... allí... ¡y tres!
Mi mano izquierda soltó el trocito de ladrillo y éste se clavó con fuerza en el canto de mi mano derecha: ¡Aaaaah!
La sangre que brotó de la herida que acababa de causarme yo mismo en la base del dedo pulgar de mi mano derecha me hizo lanzar el utensilio al suelo llorando de rabia, de ineptitud y convencido que Dios acababa de aplicarme un castigo. Definitivamente no tenía ningún tipo de destreza con la mano izquierda.
La cicatriz que me quedó me ha acompañado toda la vida desde aquel día y cada vez que la he mirado, he pensado en aquel hecho y me he alegrado de que pasara, la yaya Juanita no hubiera merecido nunca aquella gamberrada.
Hace unas semanas hablé con Ricki y le confesé que, para mi, la yaya había muerto hacía muchos años...
Había visto a menudo su marido, el abuelo Esteve, en la estación a punto de coger un tren que lo llevaría a ver a su mujer a Sant Celoni, yo iba en dirección opuesta, hacia Barcelona. Intercambiábamos información por encima las vías que separaban nuestros andenes y más de una vez le grité:
-¡Déle recuerdos!
Él asentía con la cabeza, deseando poder devolverle la memoria entera o tal vez aunque sólo fuera una brizna de ésta a fin de que ella lo pudiera reconocer.
Esta mañana me ha llamado Marc, mi hermano, anunciándome lo que hace años era de esperar:
-Se ha muerto la yaya Juanita...
Descansa en paz yaya Juanita, los niños de la escalera todavía te recordamos...


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