Me crié entre nubes de laca, olor de cera caliente, tinte de pelo, ruido de secadores y espejos bien iluminados.
Mi madre nació peluquera. Pasó la infancia sin tiempo para jugar, ella era la mayor de cinco hermanos y los tenía que cuidar mientras los padres trabajaban. Eran otros tiempos, tiempos en los que una niña subida a una caja de madera, lavaba cabellos y peinaba. La gente de mi generación, de finales de los sesenta y principios de los setenta, tuvimos la vida mucho más fácil que nuestros padres, afortunadamente, las circunstancias políticas y sociales ayudaron a que así fuera.
Ya de pequeño en la peluquería de mi madre, pasaba de brazo en brazo sobre el regazo de las señoras que venían a peinarse. Cuántas veces una de estas señoras, Milagros, me ha dicho que me cambiaba los pañales y me daba el biberón. Mientras tanto, mi madre peinaba y cortaba.
Mi madre nació peluquera. Pasó la infancia sin tiempo para jugar, ella era la mayor de cinco hermanos y los tenía que cuidar mientras los padres trabajaban. Eran otros tiempos, tiempos en los que una niña subida a una caja de madera, lavaba cabellos y peinaba. La gente de mi generación, de finales de los sesenta y principios de los setenta, tuvimos la vida mucho más fácil que nuestros padres, afortunadamente, las circunstancias políticas y sociales ayudaron a que así fuera.
Ya de pequeño en la peluquería de mi madre, pasaba de brazo en brazo sobre el regazo de las señoras que venían a peinarse. Cuántas veces una de estas señoras, Milagros, me ha dicho que me cambiaba los pañales y me daba el biberón. Mientras tanto, mi madre peinaba y cortaba.
Rodeado de tanta mujer no es de extrañar que aprendiera a hablar con rapidez, no quiero decir que eso sea nada malo, al contrario, la dulzura que desprendían los ojos de las mujeres ante una criatura con ganas de comunicarse y aprender no había hombre que pudiera igualar, mejor señorita que profesor, al menos en aquella época.
Olor suave de perfumes, piel delicada de manos cuidadas, brazos finos y blandos, conversaciones, secretos de salón, las señoras querían cogerme en brazos.
Y mi madre me cantaba:
Con la luz de tu mirar,
has llenado mi vida.
Si me pudieras amar,
mi ilusión sería cumplida.
has llenado mi vida.
Si me pudieras amar,
mi ilusión sería cumplida.
Y viviría tan contento,
que en mi rostro vería,
la luz del agradecimiento,
y en todo momento te cantaría,
una canción para tus ojos,
que yo mismo te haría,
y una canción para tus ojos,
porque en medio de tanto arrecife,
ellos fueran mi guía...
Rosor, Rosor, luz de mi vida,
Rosor, Rosor, no disipes mi ilusión.
Tan sólo las dos primeras frases de aquella canción bastaban para hacerme sentir feliz.
Yo hablaba como una cotorra, repetía las palabrotas que me enseñaban Carmen, Montse y Vicky, hermanas de Josep Mª Badia, ellas reían y mi madre las reñía.
Aprendí a andar con la ayuda de un bote grande de laca, aferrado a él con las dos manos, me paseaba de un lado a otro de la peluquería haciendo deslizar el bote ante mi.
Cuando otros niños sólo conocían los tebeos, yo repasaba las vidas de personajes de la prensa del corazón, desde la revista Hola a Semana, pasando por Diez Minutos y Pronto. Conocía a la mayoría de aquellos personajes que salían en las fotografías, diría que aprendí a leer con aquellas revistas... Supongo que sufrí tal sobredosis de "tomate" -antes las publicaciones eran más decentes- que ahora no me interesan en absoluto!
Allí aprendí a moverme entre mujeres y a hablar con naturalidad, sin miedo.
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