domingo, 24 de febrero de 2008

Chaqueta de pana

Por la mañana en casa preparándonos para ir al Belloch.

-No me quiero poner esta chaqueta, Mama!

-Te va bien y te la tienes que poner. ¿Qué tiene de malo la chaqueta?
-¿Que qué tiene de malo? Pues todo. No puedo llevar una chaqueta de pana como ésta a la escuela, nadie lleva chaquetas como esta, la pana es de payés, no es moderna y además ¡no me gusta!
La chaqueta era de pana gruesa, de color marrón claro con el cuello forrado de pelo marrón oscuro, muy peludo. En aquel entonces yo cursaba 4º de EGB, rondaba los nueve años y la chaqueta era de mi padre. La tenía que heredar como quien hereda la ropa de un hermano mayor, pero yo era el hermano mayor y no estaba acostumbrado a heredar, normalmente estrenaba la ropa. El que heredaba en casa, en todo caso, era mi hermano, si la ropa estaba en condiciones de ser heredada.
Nunca he sabido a ciencia cierta por qué extraño mecanismo los compañeros del colegio descubren, enseguida, si te has cortado el pelo, aunque sea un poco, si estrenas calzado o si llevas una pieza nueva de ropa. Las costumbres, dependiendo del caso, eran dar collejas diciendo:
-¡Estrena morena, blanca y negra!
También era costumbre mofarse de la prenda nueva o usada que llevabas buscándole los tres pies al gato, o bien pisarte las zapatillas de deporte, blancas normalmente, hasta que quedaban oscuras y bien estrenadas. Lo de que me pisaran los pies sólo me dolía por el cambio inesperado de color, ya que a mí siempre me ha gustado la sensación de ser pisado, pero no en el sentido figurado, sino en el sentido literal y con delicadeza. Un suave pisotón me provoca un placer similar a cuando estiras los músculos al levantarte por la mañana, me hace sentir bien, me siento aferrado al suelo y me carga las pilas. Normalmente si alguien me pisa por error me pide disculpas, yo siempre digo gracias.
Mi madre me habló con tan buenas palabras, tan dulcemente, que me convenció. Salí de casa consciente de que aquella chaqueta estaba hecha para mí, viéndole sólo virtudes, ningún defecto. Quizás me quedé un poco con la mosca detrás de la oreja, pero a cada peldaño de escalera que bajaba, la chaqueta me quedaba mejor.
Todo fue bien, ningún atisbo de tormenta mientras esperábamos el autocar nº 6, el nuestro. Intentaba pasar desapercibido mirando el paisaje durante el corto trayecto a la escuela. La hora de llegada era un poco antes de las nueve, llegaban autocares de toda la comarca cargados de niños.
Mientras esperábamos la hora de entrar en clase para resguardarnos del frío de la mañana se habilitaban las salas de juegos que daban paso a las aulas. Las salas eran amplios espacios cubiertos con paredes repletas de colgadores para dejar los abrigos. Había varias y cada una era ocupada por dos cursos. Dentro algunos aprovechaban para saludarse y hablar, otros para correr y quemar calorías, como si no tuviesen tiempo suficiente durante el día. La suma de todo era un gran alboroto entre carreras y gritos infantiles sin ningún orden.
Aquel día al bajar del autocar y encaminarme a la sala percibí que algunos de los mayores me miraban y oí:
-Mirad ese ¡Va con chaqueta de payés! -y reían.
No hice caso al comentario, pero la mosca que permanecía detrás de mi oreja al salir de casa empezó a crecer, se fue convirtiendo en un moscardón.
Al entrar en la sala me crucé con un compañero de clase del que podríamos decir que no era muy popular. El chico llevaba gafas, era más bien escuálido, a veces costaba entender lo que decía además de ser bastante pesado. Me dijo algo que no entendí, sólo entendí la palabra: "chaqueta".
Nunca me he considerado persona amante del follón, las peleas me provocan un temblor incontrolable en las piernas y siempre he sido muy pacífico, pero aquella mañana, tan encabritado como iba, oí por boca de aquel inocente la palabra impronunciable del día. Me di la vuelta y le pegué un bofetón a mano abierta en la mejilla, le saltaron las gafas. Me dolió tanto ver aquella acción, que justo después de hacerlo ya estaba arrepentido, pero como el chico lo fue a contar a los demás y éstos comenzaron a increparme, yo, que iba más retorcido que los cuernos de un carnero, tiré mi bolsa al suelo y empecé a repartir estopa a todo el que se ponía por delante, primero uno después otro, movimiento de brazos a diestro y siniestro casi sin mirar.
Entré en el túnel del que no hay vuelta atrás, un lugar que empieza en penumbra y una pequeña luz al final, las paredes son anchas, pero, a medida que vas introduciéndote, se van oscureciendo y estrechando, de allí sólo hay dos posibles escapatorias: que alguien te saque del lugar donde estás físicamente, o que suene el timbre para entrar en clase.
Reducido por mis compañeros en pocos minutos mientras el timbre sonaba, la cosa fue a menos y entramos en clase.
Aquella fría mañana de invierno no era necesaria la calefacción en el aula. El calor que desprendían mis orejas y mejillas me acompañó durante la primera hora. Pasé avergonzado las clases antes de salir al recreo, sin hablar con nadie. Una vez en el patio pedí disculpas a todos y muy en especial a la víctima de mis iras. Allí mismo, al cabo de un cuarto de hora, enterramos las hachas de guerra y fuimos a jugar como si nada hubiera pasado.
No hubo ninguna denuncia por acoso escolar ni maltrato -bulling se denominaría hoy. Tampoco hubo cámaras de televisión entrevistando a los profesores, ni equipo de psicólogos enviado por la Consejería de Educación para escarbar en los oscuros rincones de mi mente en busca de posibles malos tratos sufridos. Las cosas se desdramatizaban a menudo.
Llegué a casa por la tarde convencido de que jamás me pondría la chaqueta, se hacía muy difícil soportar aquella cruz para un chico de tan sólo nueve años y tan presumido.
Sin duda hubiera tenido la misma reacción delante de quién fuera, iba demasiado cruzado para razonar, con los mayores no hubiera tenido ninguna oportunidad y estaba solo, quizás en caso de que hubiéramos ido todos juntos me hubiera atrevido, pero por desgracia le tocó a él y yo reaccioné de la peor manera.
Con el tiempo a menudo he pensado en aquello que pasó. Me demuestra los valores que teníamos, el concepto de compañerismo, todos defendieron a capa y espada al débil, aunque yo fuera parte del grupo. Siempre he aplaudido aquella actuación y rechazado la violencia, no tiene justificación. No me he peleado nunca más con nadie, procuro razonar las situaciones y huir siempre de las peleas.
Paz para todos.



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