sábado, 23 de febrero de 2008

Trabajando en Roses

La primera cosa que perdí antes de empezar a trabajar en el restaurante de camarero fue mi larga melena rizada. Mi madre me cortó el pelo muchísimo, el corte de mi vida, que se vea limpio y aseado -supongo que mi madre se había quedado con ganas después de saber que no haría a la mili. Eso me hizo perder, de sopetón, un kilo de peso. La última cosa que perdería en acabar la temporada serían los otros dos kilos que parece que me sobraban.

El primer día en el restaurante fue terrible, comimos entorno a las ¡Once de la mañana! Qué horario más difícil de cumplir, es una de las cosas que me costó más. De hecho era la hora en que comíamos el personal, había que hacerlo antes de que llegaran los primeros clientes. La cena era hacia las cinco o las seis de la tarde y justo después ¡venga a correr!
Iba de un lado a otro como una pelota de tenis, incluso a veces escuchaba la voz de mi suegro al estilo juez de silla diciendo de vez en cuando: ¡Nooo! Y yo servía de nuevo.

Reventado y desorientado de estar todo el día en pié, de acá para allá, me fui a dormir a la pequeña habitación de la pensión, una calle paralela a la calle del restaurante. El cuartito que me acogería todo el verano era similar a la habitación que tenía en el Collell, con pila y espejo incluidos. Le daba el sol todo el día y por las noches hacía mucho calor, tenía que dormir con la puerta del balconcito abierta.

Al llegar a la puerta de abajo, siempre abierta, entré en el rellano y eché un vistazo a la hilera de peldaños que conducían al primer piso, donde estaba mi anhelada cama. Me vi incapaz de subir los escalones como lo haría en condiciones normales. Al empezar los primeros tres peldaños las piernas no me respondían, las tenía doloridas por todas partes, tocara donde tocara me dolía, así pues doblé la espalda y a cuatro patas inicié el ascenso como un perro herido.

Las primeras noches, en cuanto acababa la jornada, a eso de la una de la madrugada, solíamos ir con Penélope a remojar mis pies a la orilla del mar, dábamos paseos nocturnos por la playa.
La estampa era muy romántica, dos enamorados cogidos de la mano, bajo la luz de la luna paseando con el bajo de los pantalones por encima de los tobillos, acariciando con los pies las tenues olas que morían en la arena. La estampa romántica era para los que contemplaban la escena desde el paseo marítimo. Si hubieran estado a nuestro lado, hubieran oído mis gemidos al introducir los pies en agua salada, tenía tantas llagas y ampollas por los 'super-zapatos-negros-con-suela-de-goma-especiales-para-camareros' que a cada paso que daba veía las estrellas aunque el cielo estuviera nublado.

Los primeros paseos nocturnos eran realmente dolorosos. Una vez sanadas las ampollas y acostumbrados mis pies al ritmo frenético del restaurante, pude disfrutar de conversaciones con mi querida Penélope y también saborear cada momento que pasaba con ella cerca del mar, oliendo el perfume de la suave brisa marina y oyendo el sonido rítmico de las olas sobre la arena fresca.

A media temporada, principio de agosto, el calor era insoportable. Servía la bebida a las mesas con el procedimiento habitual:
Pedido que llega a la barra, se prepara y yo lo llevo a mesa, hasta aquí todo correcto.
El problema era cuando sobraba bebida, en particular alguna copa de sangría. No estoy seguro de que aquello no fuera una trama urdida por Antonio, el camarero que medía metro y medio de la barra con quien íbamos a jugar a ping-pong, vestidos de camareros, como 'el Pulga y el Linterna', los del 'veintidóh', de '¿cómo ehtaba la plassa? ¡ehtaba abarrotáh'!.
Cuándo yo devolvía la copa de sangría sobrante a la barra, él la escondía a un lado y al volver, como por arte de magia, de la copa de sangría habían florecido dos pajillas para sorber y Antonio, guiñándome un ojo, exclamaba sonriente mientras señalaba la copa con la cabeza:
-¡Joer qué calor! Y yo, con el calor, bebía sangría. A los pocos minutos me paseaba con la bandeja por todo el comedor con la alegría y el buen rollo más propios de un camarero andaluz, y él:
-¡Joer qué calor, tío! De vez en cuando mi suegra nos miraba de una manera extraña al vernos felices.
Durante todo el tiempo que estuve trabajando en el restaurante luché para que el trato que recibía de los 'jefes' fuera igual que el que recibían mis compañeros, no admitía nada especial para no crearme enemigos. Comía lo mismo que todos, con la única excepción de la paella, no podía con ella, y eso que era una especialidad de la casa. Cuando tocaba paella yo iba a escondidas a comer un bocadillo de salchicha de Frankfurt al bar de al lado.

Hacía los mismos horarios, soportaba como todos la cancioncita machacona del 'coche fantástico' de la calle cada vez que un padre ponía una moneda en la máquina infernal para que su hijo lo condujera, incluso una turista sueca se me acercó con una moneda en la mano diciendo: kit, kit. ¡Yo creía que aquello era una propina y lo que quería era cambio para la m... de trasto!
Qué martirio, la madre que lo p...

A pesar de todas mis aspiraciones de ser tratado como los demás, mi suegro nunca 'me echó una bronca' y no por que no tuviera motivos. La peor trastada que cometí involuntariamente, fruto de un complot en mi contra por parte de los de cocina, fue un quince de agosto, el peor día con el restaurante lleno de gente.

Cada mañana me ocupaba de rellenar los frascos para aliñar ensaladas, aceite y vinagre, también pimienta y sal. Cogía los saleros vacíos y los llenaba. Aquella mañana lo hice como cada día. Por la noche, con el restaurante lleno, mi suegro se me acerca con cara de pocos amigos y un salero en la mano, lo abre y me dice:
-¿Qué es esto?!?
-Sssal ... ¿no?
-respondo confundido.
-Pruébalo -me dice serio. Al percibir un sabor dulce en la lengua me quise morir.
¡Azúcar! ¿Cómo puede ser? Esperaba una bronca de aquellas monumentales, de las que hacen historia. Imaginaba las miradas cómplices de los de cocina mientras reían entre dientes. ¡Traidores! Exclamé por dentro mientras iba detrás de mi suegro con una bandeja en la mano recogiendo los saleros de todas las mesas con la cara colorada de vergüenza.
Fue el día en que empecé a pensar que Alfredo, mi suegro, era como un padre para mí, y así lo ha demostrado toda la vida.
Mandé a la porra mis aspiraciones de ser tratado como los demás, ¡al carajo! Yo no quería ser parte de aquellos traidores.

De los clientes, la mayoría eran turistas franceses y alemanes con los que, esforzándome un poco, podía entenderlos y decir algunas frases, sobre todo en francés, pero mi fuerte era el inglés y en todo el verano sólo vino una mesa de ingleses. No cabe duda que pasé más tiempo del necesario con ellos, aprovechando para practicar el idioma.

Aprendí a imitar la voz de mi suegro, sobre todo llamando a Carmen, una camarera veterana. La tenía amargada. Tan pronto como veía que estaba quieta mirando la calle o charlando con alguna camarera del restaurante de al lado cuando había poco trabajo, yo la llamaba con la voz del 'jefe':
-¡Carmeeeen!
Ella se erguía asustada, giraba sobre sus talones y venía corriendo mientras preguntaba por mi suegro, entonces se daba cuenta y me reñía sonriendo.

Pasé buenos y malos ratos aquel verano, pero al final de temporada decidí que yo no estaba hecho para la hostelería, quiero decir para trabajar en ella ¡Claro!
Tan pronto como llegué al pueblo y reencontré a mis amigos, nadie creyó que había estado todo el verano en la costa y en un restaurante. Me esperaban bronceado y bien alimentado, pero mi imagen era más parecida a la de alguien que había permanecido meses en un iglú en Groenlandia alimentado de pescado crudo. La tez blanca resaltaba aún más las oscuras bolsas debajo de los ojos. Estaba tan pálido, que casi era transparente, como aquellos bichos que habitan en las profundidades marinas más recónditas a no sé cuántos miles de metros bajo la superficie, en una palabra, invisible. Había perdido peso -si es que aquello era posible- y me mostraba carente de horas de dormir debido al cansancio y también, en parte, a las noches de Roses.

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