lunes, 25 de febrero de 2008

Roses de noche (Año 1987)

Sus padres veían que yo iba muy cansado y convencieron a Penélope para que no me dejara ir a dormir tarde. Ella así lo procuró.

Poco a poco los paseos nocturnos por la playa se fueron acortando y nos despedíamos en la puerta del restaurante, temprano. Luego me dirigía a la solitaria habitación a dormir.
Las primeras noches era incapaz de dormir hasta que cerraba el bar musical que llenaba la calle de todo tipo de música. Tenían las puertas abiertas de par en par para atraer la mayor cantidad de turistas posible. Yo no conseguía pegar ojo y pensé que para estar encerrado en la habitación sin poder dormir, cansado como iba, decidí ir a dar una vuelta hasta que cerrara el maldito bar a las tres de la madrugada, y así lo hice.

Cuando dejaba a Penélope en el restaurante fingía que iba a dormir para no preocuparla, pero no lo hacía. Tomaba la calle hacia la pensión y pasaba de largo, daba una vuelta larga e iba a un pub donde había una mesa de billar americano.

Sus padres insistían en que yo tenía mala cara y me mostraba cansado, ya intentaba disimular el cansancio, pero era demasiado evidente. Aprovechaba el descanso de la tarde para ir a dormir, el bar musical estaba cerrado a esa hora por fortuna. Penélope iba a la playa, yo no era capaz, necesitaba dormir más que comer.

Al cabo de pocas noches descubrí un mundo aparte. El mundo nocturno estival era donde se reunían camareros, taxistas, marineros, guiris borrachos, marroquíes que ofrecían hachís por la calle -impensable algo así en mi pueblo- y señoras que fuman y te tutean, como diría Buenafuente.

Fui de discotecas con 'el Portu', un camarero portugués unos diez años mayor que yo. Él había trabajado para mis suegros y nos hicimos buenos amigos de noche, tan amigos que incluso una noche volvíamos de fiesta con alguna cerveza de más en el cuerpo y mientras nos despedíamos divagando debajo del balconcito de mi habitación, en la misma esquina de la pensión, le cayeron las claves de su piso a la alcantarilla. Como fue incapaz de despertar a su compañero de piso, al cabo de un rato, cuando yo ya entraba en sueños, llamó a mi puerta. Tuvo que dormir en el suelo de mi habitación, sobre la alfombrilla y tapado con una toalla de baño. Por la mañana se marchó con mucho sigilo para que nadie lo viera, la dueña de la pensión era un poco chismosa y se podía haber formado un escándalo en Roses si lo hubieran descubierto saliendo de mi habitación, quién sabe qué podía haber dicho aquella mujer de nosotros.



Mandé al marroquí a hacer puñetas, estaba harto de que cada noche me mareara.
Me decía: -¡Eh, amigo!, hachís...
Y yo: -No, no uso de eso.
Sabía que era droga, pero en realidad no sabía qué carajo era exactamente aquello que me ofrecía, yo era inocente en estos temas.

No me sentía muy seguro andando por aquellas calles con diecinueve añitos.
La noche que me sentí más protegido y tranquilo fue, sin duda, la que hice de guía nocturno a cuatro fornidos marineros murcianos que estaban de paso. Los conocí en el pub donde iba a jugar al billar americano cada noche. Yo jugaba partidas con un chico de Roses y nos hicimos compañeros de billar, apostábamos quinientas pesetas -unos tres euros de hoy- contra holandeses, alemanes y franceses normalmente y ganábamos casi siempre porque éramos un buen equipo, además de que no tomábamos alcohol mientras jugábamos y ellos sí.

Con el cachondeo caí bien a los marineros y me invitaron a todo, a cambio los llevé a los lugares que no podían perderse de Roses. No me atrevería a decir que era muy cultural la ruta que les tenía preparada, por descontado, ellos tendían más bien a estudiar la parte más filantrópica de Roses, no tanto la arquitectónica.

Recuerdo la sensación de seguridad que tenía al caminar rodeado de aquellos Popeyes con cuerpo de Brutus -el malo. Los dejé en la discoteca de un conocido hotel donde había de aquellas mujeres tan cariñosas y amables que fuman. A mí no me gustan las mujeres que fuman, dije a los marineros que yo ya tenía novia y lo entendieron perfectamente. Nos despedimos tan cordialmente como nos habíamos conocido, sabiendo a ciencia cierta que jamás volveríamos a encontrarnos.

Una noche de aquellas ya había dejado a Penélope en el restaurante y me encaminaba hacia el pub a jugar en el billar, pero dando el largo recorrido para no ser descubierto, pasé por delante de un bar y ¡Sorpresa!

Mis suegros estaban tomando algo allí. No supe qué decir, me quedé cortado. Mi reacción fue entrar a comprar tabaco y saludé diciéndoles que acababa de dejar a su hija en casa y que me iba a dormir...

Horas más tarde, entorno a las cuatro de la madrugada, cuando volvía a la pensión me crucé con una chica de Navarra enamorada del cantante de The Cure, era la que trabajaba planchando manteles en el restaurante, tal como íbamos, distraídos, nos saludamos casi sin ni mirarnos y nunca dijimos nada a nadie ¿para qué? si uno regresaba tarde, el otro también.

Estoy convencido de que mis suegros sospechaban de mí, pero nunca me lo dijeron. Mi suegro a menudo insistía en que debía conocer mundo, pillar una alemana, pero yo sólo tenía ojos para su hija.

No hice nada de lo que me pudiera arrepentir, siempre con la conciencia tranquila y el cuerpo reventado.

Tuve suerte que la temporada acabó y volví al pueblo, no sé si mi triste figura hubiera podido aguantar aquel ritmo mucho tiempo más.



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