jueves, 28 de febrero de 2008

De traje y corbata

Dos meses después de acabar la temporada en Roses buscaba trabajo en mi pueblo desesperado para no tener que volver al restaurante el siguiente verano.
Visité una conocida fábrica del pueblo.
El dueño me acompañó orgulloso de su empresa y me mostró el tipo de tarea a realizar.
Sus empleados alimentaban unas máquinas con herrumbre, tornillos, clavos o algo así, no tengo ni idea con qué fin, pero no se podía decir que sus caras fueran muy alegres precisamente.
Me decía que sentía mucho no tener un lugar para mí en la oficina debido a mi historial. El caso es que acepté el trabajo sin pensarlo y tenía que empezar al día siguiente a las seis de la mañana.
Quería quedarme y no volver al restaurante, me hubiera agarrado a un clavo ardiendo.

Al comunicar en casa que ya tenía trabajo y dónde, mi madre me invitó a telefonear a Alex, un primo de mi edad hijo de la hermana de mi padre, la tía Luisa. Él había trabajado para este hombre y, afortunadamente, lo había podido dejar. Con toda la retahíla de improperios que me soltó mi primo acerca de ese hombre tuve suficiente para llamar al empresario para decirle que no me esperara. Me dijo que le extrañaba, no entendía que un chico con estudios hubiera aceptado el trabajo, que no me veía trabajando ahí y que tenía más posibilidades en la vida que malgastarla en su taller. A mi juicio resumía claramente los prejuicios que tenía hacia sus trabajadores y confirmaba todo lo que me había dicho mi primo.

Presenté solicitud para entrar en La Caixa y al mismo tiempo envié currículum a una conocida agencia inmobiliaria de Granollers. Me llamaron para hacer una entrevista en la agencia y después de hablar con uno de los dueños y de realizar un test psicotécnico interminable encerrado en un pequeño despacho, entré a formar parte de aquel mundo con diecinueve años.

Empezaba la jornada a las 8.30 de la mañana con una reunión de ventas. De hecho era un repaso de las tareas que habían llevado a cabo a los vendedores. Lo llamaban raport, para mí era vergonzoso y ridículo, no encontraba el sentido a que los vendedores, uno detrás de otro fueran relatando las peripecias del día anterior, leyendo cosas como:
-Voy con el Sr. Tal a enseñarle el local de la Calle Cual.

-Llamo a la Sra. Nosequé para hacerle oferta del piso de la Calle Nosécuantos.

El truco era que el jefe iba anotando en un cuaderno las frases que leías y al cabo de un tiempo te preguntaba por algún cliente a quien hacía días le habías hecho oferta de algo. Seguimiento útil, supongo. Control total.

A veces escribías en el raport cosas que hacías a parte de la tarea propia de comercial como:
-Vamos a llevar las revistas a Correos -la empresa editaba su revista con todo el producto y lo enviaba a los clientes.

-Vamos a buscar agua al Supermercado Tal -teníamos que beber alguna cosa-.

-Voy a llevar la cartelera del cine -la empresa también se cuidaba de eso-.
En aquellas tediosas reuniones, mientras iba despejándome, más de una vez pensé en poner:
-He ido al lavabo a mear ¡Tres veces!

-He bajado a la calle a soltar un pedo porque no quería que se oyera.

Cuando dejé este trabajo, al cabo de unos tres años, pasé la primera semana desintoxicándome del raport, me costó horrores acostumbrarme a no tener que anotar todo lo que hacía ¡Qué suplicio!
Vestido con el único traje y la única corbata que me compró mi madre, pasé las primeras semanas acompañando un Santi -casualmente los dos vendedores se llamaban igual- y escuchando lo que decía a los clientes. Prestaba atención a las maneras, imitaba sus gestos y usaba las mismas expresiones.

Santi C. era cuñado de uno de los jefes, había sido cocinero antes que vendedor, era un comercial veterano y muy insistente, llevaba a cabo las operaciones de mayor importancia y desayunaba siempre en el despacho, un bocadillo envuelto en papel de aluminio.

El otro, Santi V. era de mi edad, quizás tenía un par de años más que yo, con él solíamos desayunar cada día en un conocido establecimiento de la ciudad tan pronto como los jefes se iban. No estaba permitido, pero lo hacíamos.
Todavía me debe una comida por una apuesta referente al número de teléfono de un cliente suyo que marcaba de memoria, ante su insistencia al hacer notar que se sabía el número de memoria, le dije que yo me lo podía aprender y que pasados diez años todavía lo recordaría. Quince años después me lo encontré y se lo solté, me dijo que me debía un arroz. Han pasado unos veinte años y todavía lo recuerdo, veinte años y el arroz debe estar pasado.

Un mes después de estar trabajando en la agencia, me convocaron para las pruebas de acceso a empleado de La Caixa, lo rechacé, ya tenía trabajo y corbata. Poco tiempo después descubriría que sólo se presentaron once personas para ochenta plazas. Entraron todas, claro está, menos yo.
El hecho de ir bien vestido y que la gente me tratara a menudo de Usted influyó en mi carácter, me volví serio con diecinueve años. Iba a notarías a menudo, conocía abogados, procuradores, administradores y gente influyente de la vida social.
Hablábamos de millones como si habláramos de churros con Santi V. mientras desayunábamos leyendo el periódico. Decíamos cosas como:
-He vendido el local... O bien: -Tengo un piso para vender...

Como si aquellos inmuebles fueran de nuestra propiedad, adoptábamos cierto punto de arrogancia sin darnos cuenta de que alguien podía pensar que estábamos montados en el dólar -lo cual no era cierto, al menos en mi caso-.

Como comercial no me consideraba bueno, no sé mentir sin que se note. Si un piso no me gustaba, era incapaz de venderlo. No servía para trabajar a comisión, el hecho de que la gente pudiera pensar de mí que era un chupóptero me estremecía y como no creaba nada no me sentía realizado, sólo vendía cosas que no eran mías, hacía de intermediario. No quisiera que los intermediarios que puedan leer esto interpretaran mal mis palabras, estoy describiendo lo que sentía yo con veintiún añitos.
No me sentía realizado y no me sentía a gusto desempeñando aquel trabajo, al menos trabajando por cuenta ajena en aquel tipo de negocio.
Estaba convencido de que necesitaba un cambio y lo tuve, amargo, pero un cambio al fin y al cabo.
En una tarde oscura de octubre, una llamada me abrió los ojos a la vez que me los llenó de lágrimas...


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