Hay hombres a los que les gusta ir con su esposa y los niños un sábado por la tarde a pasear entre tiendas, mirar, remirar comparar y comprar. Yo soy del tipo: "hombre a quien no gusta ir de compras ni ir a mirar tiendas y mucho menos con los niños". Necesito zapatos, voy a la zapatería y los compro, sin perder el tiempo comparando tiendas. Si entro a comprar, compro, no quiero marcharme con las manos vacías. No me gusta encontrarme las calles llenas de gente y las tiendas a reventar. El médico me prohibió que fuera de compras, sobre todo los sábados por la tarde, aunque algunas veces no he podido seguir sus recomendaciones poniendo en peligro mi salud.
He llegado a comprarme un lote de camisas a rayas aprovechando que no había nadie en la tienda, qué comodidad, qué descanso... -era la semana anterior a las rebajas y la vendedora quedó muy contenta.
Me cuesta mucho decidirme a entrar, pero una vez dentro es para comprar tan sólo cosas que necesito. Descubrí la manera de ahorrar mucho tiempo en tiendas a los veintitrés años, cuando Penélope y yo vivíamos en Tenerife. Ella necesitaba un reloj y decidimos ir a Santa Cruz a comprar uno. En cada tienda pedía mi opinión y yo, claro está, le decía lo que pensaba de los relojes que nos mostraban. Éste es demasiado grande, éste demasiado pequeño, éste demasiado llamativo, éste... Después de cuatro horas, unos grandes almacenes enteros y setenta y dos tiendecitas de paquistaníes, por fin encontré la manera. ¡Vi la luz!
En la tienda que hacía setenta y tres, en un mostrador en al entrada había relojes. El primero que ella señaló con el dedo exclamé:
-¡Éste!
-¿Quieres decir? Hizo ella.
-Sí, sí, éste. Empecé a destacar las virtudes de aquella maravilla de la técnica de la mejor manera que supe, sublime. El vendedor alucinó, no regateamos ni el precio. En minuto y medio nos pulimos lo que llevábamos haciendo las cuatro horas anteriores.
Desde entonces hasta el día de hoy, procuro que no me pille para ir de compras y mucho menos a pasear entre tiendas, pero de vez en cuando... me engancha.
-Traigo a mi marido arrastrándolo de la oreja... -le dice ella a la chica de la tienda.
Acto seguido, la chica me mira qué oreja tengo roja y ya entiende que no soy amante de comprar ropa. Con buena predisposición, la dependienta me enseña de todo, a mí me empieza a atacar la alergia. Las cosquillas alérgicas me suben por los tobillos desde los pies, pasan por las piernas, el culo y toda la columna vertebral, acaban siempre con un sudor frío, ligero mareo y picazón en el cogote. Al ver todo aquel muestrario de ropa se me hace una montaña y pierdo la paciencia. Me siento incómodo, angustiado e incluso desconcertado.
Cuando encontramos alguna prenda que me puede estar bien, pienso: qué pereza desnudarme en un micro-espacio que no está diseñado para tal efecto, con un visillo que cierras de un lado y se abre por el otro, no hay suficiente espacio donde dejar las cosas y, por si fuera poco, muchos no tienen ni una triste sillita donde apoyar el culo para desabrocharte los zapatos.
La mejor época para ello es en verano, las chanclas son tan fáciles de sacar como los pantalones cortos y la camiseta, pero en invierno es muy pesado. Arrancas cada capa de ropa como si fueras una cebolla: abrigo, jersey, camisa y camiseta para probarte... una camiseta de verano?!? Ya pensaré en verano lo que quiero comprar ¿No? Ahora sácate las botas de pie, ya no me llego a los pies sin provocarme dolor muscular en las piernas y una vez lo consigo, me pruebo unos pantalones y salgo fuera a mirarme en el espejo descalzo sobre el suelo helado. No me calzo hasta que ya he terminado, me veo incapaz de ponerme las botas de nuevo.
Mi mujer me dice: date la vuelta, quiero ver cómo te quedan de culo...
Y yo: ¿De culo? ¡De culo me haces ir tú con las tiendas! A veces hace que me comporte como un niño, pero es que odio esta situación.
Mirada atónita de la dependienta y carcajadas.
Ojalá tuviera un clon de mí mismo para enviarlo a probarse la ropa e ir con él a escoger modelo.
Mi tienda ideal sería de suministro a domicilio. A la hora de vestirme por la mañana, yo con calzoncillos y calcetines vendría una chica -preferentemente- y desnudo, me iría pasando ropa hasta que yo dijera basta, escogido todo por catálogo virtual con la talla precisa según las medidas tomadas con anterioridad, ahora esto, ahora aquello, sin prisas, las cosas de una en una, en un entorno agradable, un espacio decente y la mente despierta. Una vez todo estuviera en su sitio, pagaría la cantidad que considerara justa pagar por lo que me quedara, pero eso es imposible.
La idea que me ronda por la cabeza es ir a casa de mi hermano, colarme en su habitación, abrir su armario y ponerme cualquier cosa, de esta manera me ahorraría ir de compras. Pero eso sería tener mucha cara.
Que mi hermano se compre por duplicado cada pieza de ropa y ya pasaremos cuentas.
¿Eso ni es imposible ni es tener mucha cara, no?
Los zapatos ya me los compraré yo por cuestión de talla...
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