sábado, 16 de febrero de 2008

Durmiendo en Roses

El Mini Cooper se averió cuando lo apreté demasiado para evitar que un Audi Quattro se me echara encima mientras avanzaba a un autocar en la autopista.
Con el peasso Fura Crono (foto con Aki) muchos fines de semana -por no decir todos- iba a dormir a Roses, a casa de los padres de Penélope. Lo digo así porque por aquel entonces, y según ellos mismos, ella y yo sólo éramos amigos, a pesar de que ya hacía unos cuatro años que éramos pareja -supongo que yo haré lo mismo, o peor, con mi hija.
Durante el invierno vivían en la casa de las afueras. Ella dormía en un plegatín que montábamos en la habitación doble de sus hermanas y yo dormía en su habitación, solo, en una cama estrecha y corta de la que me sobresalían los pies. Soy de los que acostumbra a moverse mucho por la noche, no paro quieto, pero no soy del tipo ventilador con los brazos abiertos, sino más del tipo pollo asado dando vueltas en la máquina. Me gusta realizar todas las posturas imaginables en la cama, no entraré en detalles. A cada nueva posición que adopto experimento un nuevo placer, una nueva sensación, similar a la que sientes al meterte en la cama después de una jornada agotadora una vez has superado el frío de las sábanas.
Con la camita incrustada en un mueble con estantes y mis movimientos, cada vez que me movía me golpeaba la cabeza. Tan sólo podía dormir sobre mi lado izquierdo, ya que si giraba el cuerpo a la derecha me daba en el codo con el mueble. Si dormía boca arriba me angustiaba pensar que cada vez que levantaba la cabeza sufría un nuevo golpe en la frente con el estante. ¡Acababa molido! A la hora del desayuno tenía la cabeza como un timbal y la sensación de no haber descansado en absoluto.

Más adelante me confesaron que habría podido retirar la cama. Yo era muy prudente y por no molestar...
Uno de aquellos días en los que me quedé a dormir...
Estoy durmiendo plácidamente boca arriba, quieto sin mover ni un solo músculo para no topar con el mueble. Poco a poco una fuerza extraña y temblorosa se apodera de mi pecho, es una fuerte opresión que me hunde en la cama y a la vez me quema. De repente siento que me falta el aire y me ahogo, me pesa mucho el pecho y me quema, me digo: tengo que dejar de fumar... pero no es eso, soy demasiado joven, me encuentro empotrado al colchón y dominado por esa fuerza caliente y sofocante que no cesa de presionar y temblar, me ahogo, me ahogo... ¡Aire! Me quemo, necesito AIRE, AIRE ¡AIREEEE! Grito, pero nadie me oye, claro, es un sueño...

Despierto y me doy cuenta de que no es un sueño, es real. ¿Qué es lo que me pasa? La presión y el ardor no cesan, continúo clavado y ahogándome. Abro los ojos tan rápido como puedo, la habitación está en penumbra, lo suficiente para intuir que aquello que me oprime es, es, es...
¡LA GATA!!!
Es ella repantingada sobre mi pecho con su culo empotrado a mi nariz.
Fastidiado la agarro con las manos y me la quito de encima, ella se queja, pero yo recupero el aliento y mis pulmones lo agradecen agotados...
Es una mañana de invierno, la tramontana sopla con fuerza.
Acabo de vestirme para bajar a desayunar y me dispongo a ventilar la habitación. Penélope se está acicalando en el lavabo. Abro la ventana y me pongo el reloj en la muñeca. En cuanto me doy la vuelta, veo la puerta de la habitación que empieza a cerrarse sola, hay corriente de aire y me acerco con la buena intención de detenerla para que no de un portazo. Soy tan inocente que intento detener la puerta con una mano, pero la tramontana no es una brisa ¡Tiene muy mala leche! La mano me resbala y me queda tan sólo un dedo para soportar aquella embestida y claro, como aún no soy un superhombre, se cierra la puerta con mi dedo en medio...
-MECAGÜEndiéeeeeeeeez!!!!
En aquel preciso momento no pude gritar ni renegar como me hubiera gustado porque sus padres estaban abajo, debía tratar que no pensaran mal de mí. A mis lamentos de dolor se sumó Penélope riendo escandalosamente!?!?!
¿Cómo alguien puede reír de algo tan doloroso? Qué manera de consolar más extraña que tiene la gente tocada por la tramontana...
Quedé convencido de que esa era la manera de consolar que tienen en Roses.
Me integré de tal modo a sus costumbres que, desde aquel día, cada vez que ella se ha pillado un dedo -y no han sido pocas- me he partido de risa.
No lo puedo evitar, como se dice: "Allí donde fueres, haz lo que vieres".




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