lunes, 18 de febrero de 2008

Empezando a trabajar en Roses

Del padre de Penélope conocí primero la voz en forma de gritos y después a la persona.
Me infundía mucho respeto, era un cocinero chillón y malhumorado, sólo dentro de la cocina, cuando tomaba la nota en la mesa era muy buen anfitrión, pero eso lo descubrí más tarde.
La madre era una mujer muy agradable, risueña y siempre llevaba los ojos exageradamente pintados para mi gusto. Regentaban un restaurante típico para turistas en el Alt Empordà, Roses, lugar costero tocado por un viento, la Tramontana, que hace que la mayor parte de los habitantes acaben tocados como reza la canción de Sopa de Cabra:

Nacido entre Blanes y Cadaqués
muy tocado por la Tramontana
de una sola cosa puede estar seguro
cuanto más viejo más loco...

Para mí Roses es el culo del mundo, siempre ha habido demasiada distancia para llegar. El día que fuimos con mi familia a conocer a su familia, ellos tenían bastante trabajo en el restaurante. Nos sentamos en una mesa mis padres, mis hermanos y yo, con diecisiete años, nervioso y algo alterado por la situación. Cuando nos tomaron nota yo pedí una tortilla francesa. En aquel tiempo había perdido las ganas de comer, comía poco y mal, pesaba sesenta y tres kilos y medía un metro ochenta, me invadía la más absoluta tontería del amor.
De todas las cosas que no se pueden pedir a cocineros de restaurante de costa en verano hay una muy especial que les toca lo que no suena:
UNA TORTILLITA FRANCESA PARA EL NIÑO!!!
Los gritos del cocinero se oían desde el comedor.
Todavía no le había visto la cara y ya conocía su voz y eso no me gustó. Madre e hija intentaban calmarlo haciéndole ver que era una ocasión especial o al menos eso pensé yo.
La madre de ella iba diciendo a los clientes, franceses y alemanes, sorprendidos al oír aquellos gritos, que el cocinero estaba borracho.
Pensé:
-Empezamos bien...
Con el tiempo fui mejorando mi dieta y acostumbrando el paladar a probar y a saborear todos los alimentos, o casi todos. Me fui colando en la familia de ella poco a poco, de puntillas, como aquél que no quiere la cosa. Una vez acabado el COU en el Collell, con todo el verano por delante y sin perspectivas a corto plazo, Penélope se las había ingeniado para tenerme a su lado y entré a trabajar en el restaurante como camarero, bueno más que camarero, pasa vinos según los padres de ella, aunque para mí y para todos los clientes yo era el chico alto y escuálido de la bebida.
Me habían dicho que siempre debía servir el vino empezando por las señoras, los caballeros después, pero ¿Qué hacer cuando en una mesa sólo hay dos chicas alemanas?
Con mi particular sentido del humor me acerqué a la mesa con una jarra de vino en la mano. Dispuesto a servirlo, acerqué la tinaja a la copa de una de ellas, sin verter ni una gota hice lo mismo en la otra, las chicas me miraban sonrientes y, con el cachondeo, repetí la operación. Como no decidían quien de ellas tenía que recibir el vino primero, vertí un chorrillo de vino entre las dos copas, justo en medio de la mesa sobre los manteles de papel. ¡Se echaron a reír!



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