A los once años, Ricki, Edu, Marc y yo -los cuatro fantásticos- solíamos jugar en el patio de la abuela, un solar situado justo detrás del edificio donde vivíamos y tenía una casa en ruinas que nosotros creíamos encantada.
Le llamábamos de la abuela porque allí vivía una anciana sola hasta que murió. La casa había quedado abandonada, así como el patio. Nosotros, siempre bajo el influjo de los cómics de Mortadelo y Filemón, accedíamos a ese lugar saltando a través del espacio que había entre el muro y la reja metálica oxidada. Para nosotros era un secreto, la llamábamos Entrada Secreta Número Zeta, aparentemente no tiene mucho sentido, sin embargo para chiquillos como nosotros, con la mente a rebosar de imaginación, tenía mucho sentido. En aquellos tiempos era todo nuestro mundo. Nos plantábamos ante el acceso secreto, mirábamos a ambos lados y, en el momento preciso en que no pasaba a nadie, nos colábamos de uno en uno con facilidad de gatos.
Aparte de la casa en ruinas, había unos barracones abiertos donde aparcaban sus coches algunos vecinos de la parte de atrás, ellos tenían las llaves de la gran puerta principal de acceso. Recuerdo a uno de ellos en especial que nos había pillado alguna vez jugando y nos había reñido a gritos. Desde entonces, al caer la tarde, vigilábamos y tan pronto como veíamos que se acercaba su coche dábamos la alarma y nos escondíamos como liebres. Era un hombre muy malhumorado, nosotros no lo podíamos ni ver. Tanto era así, que una vez que su coche estaba aparcado y decidimos usarlo de tobogán. Nos subimos al techo e íbamos deslizándonos por el parabrisas hasta el capó. Al parecer lo descubrió por algunas marcas y ralladas que le quedaron de recuerdo. Para nosotros aquél era nuestro espacio, no el suyo.
Había un árbol en nuestro patio que daba unos frutos llamados palosantos o caquis, nos subíamos cuando era la época y comíamos la fruta caliente del árbol. Te quedaba la lengua áspera y seca, pero el sabor dulce que había en su pulpa era tan bueno que valía la pena.
Una vez nos atrevimos a entrar en la casa para explorarla de arriba abajo, con el miedo pegado a nuestro cuerpo. Estábamos ciegamente convencidos de que había un tesoro escondido.
La expedición empezó por las cuadras. Había un fuerte olor, una mezcla de humedad y rancio, colándose en nuestras narices, pasamos más tiempo del previsto investigando aquella zona, quizás más por la desazón por proseguir con la exploración que no por ganas. Nada impidió nuestro propósito y nos adentramos en la casa prohibida. Los rayos de sol de la tarde entraban a través de las numerosas rendijas del techo, la casa no tenía muchas ventanas y las que había eran muy pequeñas. Estancias oscuras, alguna en penumbra y zonas con más luz daban un aire tenebroso al ambiente. Poco a poco avanzábamos y descubríamos nuevas estancias y al final, las escaleras al piso superior, qué miedo... Cualquiera decía nada, éramos intrépidos exploradores y aventureros, como los Geyperman.
Una vez superado el paso de la escalera y sus gemidos de madera vieja, nos encontramos en la puerta de una habitación sin suelo, se había hundido todo excepto los bordes. Edu, el más atrevido de los cuatro, fue pasando con la espalda arrimada a la sucia pared muy lentamente mientras los otros le decíamos que no lo hiciera, al final pasamos todos limpiando la polvorienta pared con nuestras camisetas.
Desde allí arriba veíamos una estancia de la planta baja, quizás lo que había sido la cocina. Entramos en una pequeña cámara donde había trozos de platos y tazas de porcelana derramados por el suelo y un cofre. ¡Habíamos encontrado el soñado tesoro!
Lamentablemente el cofre estaba lleno de más porcelana medio rota, pero para nosotros aquello se convirtió en nuestro tesoro, no habíamos emprendido la arriesgada expedición para nada. Salimos de la casa y, una vez pasado el miedo, dijimos que no volveríamos a entrar, que era peligroso el estado en que se encontraba y que podía pasar una desgracia.
Fue entonces cuando decidimos que, en vez de entrar en la casa en ruinas, para satisfacer nuestro deseo explorador, iríamos a hacer incursiones a obras de la zona. Y así lo hicimos.
Los sábados por la tarde era el mejor día, ya no había nadie en las obras. Empezamos a colarnos en una obra que hacían en la calle de abajo. Nos escurríamos a través de las rejas y nos paseábamos por la obra con una agilidad excepcional, escaleras arriba escaleras abajo, a veces usábamos las cuerdas del piso superior para descender haciendo rappel, nos tenía el corazón robado el rappel, otras veces nos dejábamos caer del primer piso al montón de arena de abajo, acabábamos más llenos de arena que yendo a la playa, incluso había dentro de los calzoncillos.
Nos fuimos convirtiendo en expertos intrusos de obras. Nunca hicimos ninguna trastada, siempre respetamos los materiales. Los lunes, cuando arrancaba de nuevo el trabajo de los albañiles, la única cosa que podía delatarnos era que el montón de arena tipo montaña acababa siendo más un volcán...
En el "patio de la abuela" haciendo un guá -hoyo- para jugar a las canicas, descubrimos el cráneo de lo que podía ser un gato. Inmediatamente comenzamos a excavar y poco a poco fueron apareciendo, como era lógico, más huesos del animal. Tan pronto como habíamos extraído aquel tesoro de la tierra, fuimos a casa a limpiarlo con mucho cuidado. Terminado el proceso de lavado y desinfectado con agua oxigenada, decidimos que aquel hallazgo no podía pasar desapercibido para el resto de la humanidad, si no toda, al menos para los pobres incautos que pasaran por la calle aquella tarde.
En el alféizar de la ventana del garaje comunitario que daba a la acera colocamos sobre papel de aluminio, poco a poco y ordenados, los huesos, formando, a nuestro entender, lo que sería el esqueleto completo del animal.
Decidimos cobrar un duro, es decir, cinco pesetas -tres céntimos de euro si no me equivoco- por visita.
Al rato pasó alguien y con mucha amabilidad le ofrecimos si quería visitar una exposición de huesos, pero como estaba justo enfrente, allí mismo y ante nuestra exposición, echó un vistazo y no nos pagó nada. ¡Qué cara!
Como el sistema no funcionaba, pasamos a la acción. Uno de nosotros se colocaría en la esquina de arriba y otro en la de abajo, para cubrir todas las opciones, también si venía alguien atravesando la calle estaríamos cubiertos. Lo que nos costó más fue memorizar la frase y decir la palabra "exposición" correctamente, sobre todo mi hermano que tenía dos años menos que los demás:
-¿Hola buenas tardes, querría visitar una exposición de huesos de animal que hemos hecho? Sólo cuesta un duro...
Hubo quien aceptó y observó con cierto interés, más por caridad humana que por ganas, mientras escuchaba a uno de nosotros haciendo las pertinentes explicaciones:
-Eso es el cráneo, los dientes, eso una pata de delante... ¡y una de atrás!
Cuando alguien no accedía a pagar, hacíamos señas secretas entre nosotros y cuando pasaba por delante de la exposición le escondían los huesos los que estaban allí.
Al final de la jornada y molidos de puro cansancio, nos sentamos en casa de Edu a contar las ganancias...
Sacamos una cifra aproximada a las trescientas pesetas -un euro ochenta de hoy, que en aquel tiempo daba para mucho...
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