viernes, 18 de abril de 2008

Añoro a Magda de Bangkok.

Tailandia, junio de 1992.

Hace unos cuantos días que Penélope y yo somos marido y mujer oficialmente. Procedentes de la natural isla de Bali llegamos muy temprano por la mañana en avión a Bangkok, una ciudad ruidosa y de ambiente contaminado, me sorprende que la gente lleve mascarillas de cirujano por la calle y la circulación que hay del aeropuerto hasta el hotel es caótica.
El hotel de Bali tenía playa de arena clara y un buen pedazo de mar, pasillos abiertos a la naturaleza que conducían a un comedor abierto al exterior y aireado donde desayunábamos a diario. La gente del hotel saludaba amablemente juntando las manos, con gesto de rezo, a la altura del pecho e inclinando ligeramente la cabeza, instintivamente hacíamos lo mismo para corresponder. Fruto de aquel ambiente natural que nos rodeaba, se nos cayó el alma a los pies en el momento de llegar al hotel de Bangkok.
Topamos de bruces con un viejo edificio en medio de un intenso y ruidoso tráfico, nada que ver con Bali. Como es muy temprano y nos sentimos cansados del viaje, recogemos la llave de la habitación y subimos para dejar las maletas y dormir un rato para bajar a desayunar más tarde.
El alma que teníamos en los pies acabó atravesándolos y agujereando el suelo cuando abrimos la puerta de aquella habitación con vistas a... ¡Un patio interior!
Estamos demasiado cansados para discutir del tema, decidimos dormir.
Tres horas después, bajamos a recepción con casi todas las pilas cargadas y vamos a desayunar. El comedor está en el... ¡Sótano!?!
La decoración rojiza del local enmoquetado es demasiado oscura para nuestra vista, el techo se nos echa encima de lo bajo que es, tenemos una sensación de agobio que no nos deja respirar como quisiéramos, ahoga. Me acerco al mostrador del bufet libre que, evidentemente, ha sido arrasado, ya que es un poco tarde.
Sobre una bandeja, hay una magdalena enorme y sola, no tiene compañera a su lado, por pura pena la tomo, no soporto el aislamiento que está sufriendo, tan sola y alejada del resto de delicias del mostrador.
Nos sentamos en el comedor enclaustrado mientras recordamos con nostalgia los desayunos al aire libre de Bali. El primer bocado a aquella magdalena gigante me hace olvidar de repente la añoranza de Bali. Mi boca se llena de un sabor tan dulce y agradable que se me escapa un ligero aullido de placer, alguien ha rellenado la magdalena de una crema excelente, yo que creía -por su apariencia- que sería de aquellas que son secas, que se toman tu café con leche de un sorbo.
Me equivoqué, las apariencias engañan, aquella magdalena estaba rellena de un sabor exquisito, que aún hoy, escribiendo esto, se me hace la boca agua. Ella merece un nombre: Magda, de Bangkok.
Una vez zampada con deleite, pregunto a una camarera si tienen más, pero niega con la cabeza, se han agotado y no me extraña. Tengo claro qué voy a desayunar al día siguiente.
Veintidós horas más tarde, todavía no he conseguido borrar a Magda de mi mente, se ha convertido en el claro objetivo de mi estancia en Bangkok -hay quien tiene otros objetivos en una ciudad como esa, al menos el mío es inocente.
Llegamos al oscuro comedor a la hora del desayuno, mientras Penélope se acomoda en la mesa yo estoy como un clavo ante una bandeja llena de aquellas delicias, con la contención necesaria, pero mis glándulas fabricando saliva a mansalva, tomo dos ejemplares y los acomodo en el plato delicadamente.

Sentado en la mesa, tomo una magdalena y, con sumo cuidado, la voy desnudando, la desposeo de los ropajes que cubren la parte inferior de su cuerpo, un borde con los dedos, el otro con los dientes hasta que queda totalmente desnuda ante mis labios. Cierro los ojos para concentrar todos los sentidos en uno, el aroma de su cuerpo llena mi nariz, eso me provoca felicidad. Estoy a punto de besarla, despacio abro los ojos y Penélope me mira mal, es natural, mi comportamiento es más propio del ámbito privado, sonrío, ella también. Lentamente separo mis labios húmedos y acerco los dientes a mi objeto del deseo. Tengo el cuerpo y la mente preparados para recibir una sensación de placer que ya conozco. Mis dientes, finalmente, penetran en la dulce carne y el paladar se me inunda de la primera capa tierna y dulce, pero de repente algo falla...

¿Qué maldito sabor sobre mi lengua? ¿Salado, duro y verde?!?... ¿Verdura?!?
... ¿A quién se le ocurre rellenar una magdalena de aquello?!?

Me veo incapaz de continuar masticando aquello, me acaba de provocar un asco que no podré olvidar en días. ¡Qué mal rollo!
Superado este aprieto, le pregunto a la camarera si tienen Magdas, niega con la cabeza y pienso: nos tenemos que marchar de aquí.
Después de desayunar hicimos las gestiones con nuestro operador para cambiar de hotel, no por la última magdalena rellena que probé, más bien por el enclaustramiento que estábamos sufriendo.
Aquel mismo día fuimos a parar a un hotel delante del inmenso río... mmmm ... no recuerdo el nombre... de hecho, de Bangkok sólo recuerdo el nombre del barrio Pat Pong, qué cosas. ¿Será porque me quedé aterrado de la cantidad de veces que me ofrecieron entrar en uno de aquellos locales de strip-tease, a pesar que yo insistía que la de mi lado era mi mujer y no tenía ningún interés en ver otras mujeres?
¡Ah! Sí, el río Chao Phraya -gracias google- que comparado con Bali, es claro exponente de lo que sentimos allá, la traducción debe ser: Adiós Playa ¿No? -recurso fácil...

No tengo ninguna fotografía de Magda para ilustrar este post, tampoco tengo ninguno de la vulgar magdalena de verduras, se me quitaron las ganas de querer recordarla, por lo tanto, cuelgo una foto de una cena picante a la que nos invitaron, no fuimos capaces de tomar ni la sopa, sólo probar, hacer caras raras y fuera.
No he vuelto a saborear nunca más una Magda como aquella, la guardo en el recuerdo y añoro su sabor... ¡Magdaaaaa!



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