miércoles, 21 de mayo de 2008

La lengua de burro no se come.

Entorno al año 1975.
En la planta baja del edificio donde vivimos está el garaje comunitario. Mi padre tiene una plaza de aparcamiento, es la más grande de todas y como está en un rincón, tiene una mesa con muchas herramientas, también tenemos unos cuantos trastos viejos que no caben en el lavadero de la azotea.
En el pequeño taller que tiene montado, mi padre hace ruido, utiliza herramientas, lima piezas, incluso ha tenido una idea muy buena: convertir una pieza de motocicleta en un cenicero, los mayores fuman y vierten la ceniza en ceniceros.
Mientras mi padre trastea en el tallercito deja la puerta grande de atrás abierta para poder tener más claridad. La oscuridad del garaje contrasta con la claridad de fuera y el gris con el verde de la hierba fresca del patio del abuela, aprovecho para salir a jugar.
Me distraigo con una mariposa amarilla que juega con las flores del patio y la observo maravillado, arranco una flor con la esperanza de que se pose encima y así la podré ver más de cerca, pero ella huye de donde estoy, se aleja imprevisible batiendo las alas de extraña manera, no lo hace como las golondrinas que a menudo observo desde la ventana del comedor de casa y se detienen en los nidos que han hecho en el convento de monjas de enfrente, su vuelo es desordenado, pero me gusta porque es gracioso. Con el brazo completamente estirado le muestro la flor, pero vuela por encima de mí hacia una altura inalcanzable para mis dedos y ahora marcha en dirección al patio de la carpintería de al lado.
A pesar de una valla que hay entre los dos patios puedo pasar al otro lado, nadie me verá, papá está demasiado ajetreado haciendo ruido en el garaje. Atravieso silencioso la valla por el hueco que hay entre el muro y el primer hilo metálico, creo tener espacio suficiente. Arrastro mis rodillas por el muro y el contacto es frío, llevo puestos unos pantalones cortos atados justo por debajo del ombligo y una camiseta. Al pasar me doy cuenta de que la camiseta se ha enganchado con uno de los nudos de alambre oxidado que cada hilo de la valla tiene. Me dejo caer al otro lado acompañado de un sonido de rasgón que olvidaría al momento si no fuera porque me ha dolido, tengo un rasguño en la espalda y no llego a posar mi mano para calmar la herida, me escuece un poco, pero me aguanto.
Todavía conservo la flor -que empieza a marchitarse- entre los dedos, a pesar que el tallo está caliente. El corazón me late con fuerza y siento una cierta desazón, debo estar haciendo una travesura, porque esto sólo me pasa cuando hago una.
En el patio de la carpintería se amontona madera de todo tipo, más bien vieja y húmeda. Ya he perdido de vista a la mariposa, pero da igual, enfrente de mi hay un burro que come hierba y está atado a un árbol. Me quedo quieto contemplando aquella bestia enorme, tiene largas orejas, más grandes que las de los conejos de casa de la yaya y me mira con sus enormes ojos negros. No me acerco por prudencia, sus dientes trituran la hierba con un fuerte sonido, como hacen los mayores cuando comen pan y me da respeto acercarme.
De vez en cuando alza su cabeza para mirarme y entonces la baja para arrancar más verdura. Durante bastante rato lo observo y me llama la atención su gran lengua que deja entrever en cada bocado que da. Por una extraña asociación infantil de ideas, aquella lengua gigantesca me recuerda a los pedazos de carne que hace mamá algunos días para cenar, hígado le llaman los mayores, pero ahora -después de este nuevo descubrimiento- estoy totalmente convencido de que no es hígado, es lengua de burro y la lengua de burro no se puede comer.
Comer lengua de burro es tocar con tu lengua la lengua del burro y eso me da asco, no quiero comer más lengua de burro. Si comes eso te puedes convertir en burro como en la película Pinocho, que vi en casa de la yaya, y no me gustó nada ver aquel muñeco de madera que se convierte en niño de verdad y lo cogen en un circo con otros niños y acaban todos convertidos en burritos. ¡No comeré más lengua de burro!
Y así fue que, entorno a los siete añitos, me planté y no hubo manera de que volviera a comer hígado... llamadme finolis.


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