Este escrito es la continuación de:
Volando del nido (hacia Tenerife).
El mismo día que llegamos al puerto de Santa Cruz de Tenerife nos dirigimos a ver a Antonia, la amiga de mis suegros que tenía que darnos trabajo. Ella era una barcelonesa que marchó a Tenerife de joven y se quedó para siempre.
Me tocaba renovar el DNI y como todavía no teníamos lugar donde vivir nos empadronamos en su casa, una dirección bastante fácil: calle Belisario Guimerá del Castillo Valero, intentar escribir esto en la casilla correspondiente de un DNI de los viejos es más difícil que firmar dentro del recuadro que te daban, fue sorprendente la habilidad del funcionario de turno que, haciendo gala de una capacidad de síntesis brutal, plantó en mi nuevo DNI una cosa parecida a eso: Bel. Guim. del Cast. Val. y con eso ya se apañaría la policía para encontrarme si me buscaba -el mismo funcionario también cambió el nombre de la ciudad donde nací, Granollers, por uno curioso: Granowers, aunque fuera normal que no entendiera, ya que lo escribí en mayúsculas y en catalán... mea culpa.
Ya teníamos ganas de empezar a trabajar y demostrar que estábamos preparados para afrontar el reto de una nueva vida en común.
Qué sorpresa fue llegar a Santa Cruz y descubrir que Doña Antonia -como se dice allá- que tantos problemas tenía para sacar adelante la pizzería, la tienda de ropa de enfrente y el centro de estética del piso, ya había solucionado gran parte de ellos gracias a su hija menor, Yolanda -una chica de nuestra edad. La hermana mayor continuaba trabajando en una agencia de viajes y no tenía interes en trabajar para la madre.
Por un lado, ya tenía un encargado que la ayudaba en la pizzería y por el otro, Yolanda había empezado a estudiar estética y combinaba horarios con la madre para atender la tienda y el centro de estética. Supongo que el favor que teníamos que recibir se lo hicimos nosotros a aquella familia, porque gracias a nuestra llegada a la isla a la chica se le abrieron los ojos ante la posibilidad de quedarse estancada vendiendo piezas de ropa en la tiendecita.
Antonia nos invitó a comer en la pizzería y hablamos de cosas de familia -más bien de la suya- pero de trabajo nada, evasivas, yo me sentía decepcionado y confundido. Iba captando que no había trabajo para mí en aquel lugar. Afortunadamente la doña ya había contactado con una esteticista que necesitaba personal en su centro, pero estaba a más de setenta kilómetros de Santa Cruz, en Playa de las Américas.
Nuestra intención era buscar un sitio para vivir en Santa Cruz, la capital, pero en vista del éxito, aquella misma tarde recogimos las maletas que habíamos dejado en casa de la señora y nos marchamos hacia Los Cristianos, al piso que mis suegros habitaban en época de vacaciones, una vez acabada la temporada del restaurante de Roses.
Aquello no era lo que estaba previsto y fue un duro golpe, pero confiábamos en que saldríamos de esa.
Antes de marchar a Tenerife, preparé un As en mi manga: había contactado con unos amigos de mi madre que tenían en Llinars del Vallès una empresa distribuidora de antenas parabólicas y buscaban a alguien joven y de confianza para hacer de encargado de un almacén de distribución que pretendían montar en Tenerife. No querían un viejo zorro que pudiera sacar provecho extra y, según ellos mismos, yo era la mejor opción, eso me llenó de esperanza. En aquel tiempo, mientras la Península ya recibía algunas cadenas privadas, las islas sólo recibían los dos canales de Televisión Española. El inminente lanzamiento de un nuevo satélite -o algo parecido- que daría más luz a las Canarias auguraba un futuro prometedor en este sector.
Penélope y su currículum superaron la entrevista de trabajo sobradamente, no en vano tenía buenas referencias de la amiga de mis suegros y además había estudiado en una de las mejores academias de Barcelona, cuando vivía en nuestra casa.
Ella empezó a trabajar enseguida en el centro de estética entre Playa de las Américas y Los Cristianos, en una zona llamada El Camisón -sin comentarios- con Dorita, una asturiana muy agradable que pasaba de los treinta años, casada con Armando, un dentista también asturiano de edad similar que tenía consulta al otro lado de las Américas. Para nuestros ojos eran un matrimonio mayor si lo comparábamos con nuestra edad, veintidós.
A mí, como parado que era, me tocaba ir a hacer cola a la oficina del Inem de Granadilla de Abona a las seis de la mañana para poder realizar los trámites y gestiones que aquello requería, muy pesado, claro.
En una de las muchas colas que hice en la calle para sellar la cartilla del paro, desde la acera y a través de una ventana, se podía ver la tele del bar, donde curiosamente hacían el programa Digui-digui (curso de catalán) y me hizo mucha gracia ¡Incluso había quien lo miraba!
A veces cuando estaba en casa llamaba a la empresa de Llinars:
- Buenos días, querría hablar con David...
- ¿De parte?
- Soy Sergi M. de Tenerife.
- Un momento por favor ...
- ...
- Sí ¿David?
- Dime...
- ¿Cómo está el tema?
- Estamos esperando que lancen el nuevo satélite, ya hemos montado un almacén en Portugal y pronto iremos a montar otro a Japón... ya te llamaré cuando esté a punto.
- De acuerdo... -respondía yo prudente.
Iban pasando los días, las semanas y los meses, abrían nuevos almacenes de distribución, pero el satélite de los coj...nes que debía suministrar señal a las islas no lo ponían en marcha y yo me desesperaba...
Llamaba pocas veces por prudencia y porque la respuesta siempre era la misma, hasta que decidí no llamar nunca más y esperé a que llamaran ellos.
No sé si se llegó a lanzar el satélite de mierda, ni siquiera sé si hubo alguna vez un satélite, lo que sí sé es que nunca me llamaron, ni siquiera para comunicarme que no montarían nada en Tenerife, desde aquí: muchas gracias.
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