lunes, 10 de marzo de 2008

Atolondradas navegaciones

Mi relación con el mar es la misma que pueda tener cualquiera que, desde la tierna edad, es llevado a la playa y se zambulle en la orilla. Siempre que he tenido ocasión de navegar lo he aprovechado.
He ido y vuelto en el Ferry desde Cádiz a Santa Cruz de Tenerife diversas veces y en dos ocasiones me he encontrado mala mar, pero no ha pasado de aquí, me he acongojado un poco porque no soy, en absoluto, un lobo de mar como se diría, soy de montaña.

También a los doce años fui a Mallorca para una exhibición con el equipo de béisbol.
Remando entre barcas del puerto con mi hermano, como relato en el escrito "los buscadores de perlas", no tuvimos nunca ningún problema.
Entorno a los diez años, sufrí mucho el día que un amigo de mi padre, dueño de una lancha en Palamós, lo convenció de calzarse unos esquíes de agua. Puso la lancha a todo gas y mi padre, agarrado a una cuerda, se daba de bruces cada cinco segundos contra el agua, tenía el cuerpo y la cara colorados, yo lo pasé muy mal dentro de la lancha, no me gustaba nada lo que veía, llegué a odiar a aquel hombre, afortunadamente no pasó nada.
Un par de veces he practicado rafting, pero eso no es mar ...
Mi suegro y yo juntos somos peligrosos en el mar. Él hizo la mili en la Marina, por lo tanto, es un lobo de mar, pero yo ni hice la mili, ni llego a Chihuahua de mar.
Hemos coincidido cuatro veces contadas en una embarcación, con un resultado del 50% de fracaso, o de éxito según se mire.
La primera vez fuimos a pescar el calamar, que yo me imaginaba gigante con enormes tentáculos moviendo la barca de un lado al otro y salpicándonos tinta negra...
-¡Cuidado no te salpique tinta a los ojos! -gritaría mi suegro.
-¡Te puedes quedar ciego! -¿Dónde he oído yo eso? ¿No era por otra cosa que los hombres nos podíamos quedar ciegos?

Pero no, el caso es que íbamos a pescar calamarcitos -eso se avisa y me ahorro imaginación.
Fuimos el primo Manel de Vilanova -que en paz descanse-, el churrero de Roses, mi suegro y yo. Hasta ese día, la pesca de aficionado para mí consistía en tirar la caña con mayor o menor acierto, con boya o sin ella y esperar a que picaran, no mucho esfuerzo.
Llevábamos un cubo con una mezcla especial que hizo mi suegro a base de pescado podrido. Él había estado preparando el cebo toda la semana para el gran día, la emoción que brillaba en sus ojos no le permitía darse cuenta de aquella peste, en cambio la familia estaba amargada. ¿A los calamares les gusta eso? ¡Qué asco! ¿Cómo nos puede gustar comer calamares?
La pesca del calamar se hacía de noche, con un corcho, hilo y anzuelo, como el de los niños que no tienen caña y pasan horas en las rocas intentando atrapar un cangrejo. La primera frase que pronuncié en francés fue: ¡J'ai attrappé un crabe! Imitando a un amiguito francés en la calita de Sota Pedró justo después de cazar un cangrejo con el corcho en las manos.
Una vez tienes el corcho en la mano y sueltas hilo hacia abajo con el cebo, tienes que ir agitando arriba y abajo el brazo para moverlo -si vas a menudo te queda un brazo como el del Rafa Nadal-. Sobre todo se tiene que usar un foco potente para iluminar la zona, y tú piensas: ¿Es natural eso? ¿Quieres decir que los calamares picarán con tanta luz? Pues sí que picaron, pero al churrero y a mi suegro, que estaban en la proa, al lado de la luz. A Manel y a mí, que estábamos en popa casi a oscuras, no nos picó ni uno, pero el brazo nos quedó hecho polvo. Mientras hacíamos el ademán de agitar arriba y abajo, se nos escapaba la risa y el churrero se enfadaba porque decía que asustábamos la pesca. ¿Pesca? ¿Qué pesca?
A la Hora de volver, mi suegro fue a poner en marcha la barquilla, menorquina creo que era, pero ella, como buena fèmina, dijo no.
Era tarde, de madrugada, noche cerrada y niebla espesa, perdidos en alta mar sin rumbo ni motor.
Mi suegro se tumbó en una camita del pequeño camarote a dormir -siempre ha tenido mucho facilidad para ello-. El resto quedamos dispersados e íbamos haciendo turnos para la otra cama. Así transcurrió la noche entera sin saber qué sería de nuestras vidas, si saldríamos en los periódicos...
La niebla se esfumó al alba, salía el sol y nos alegramos, pero nuestra alegría duró hasta que empezamos a sentir que el sol pesaba demasiado sobre nuestras cabezas. No quedaba agua ni comida e íbamos a la deriva, náufragos sobre un mar en calma, afortunadamente.
Cuando ya acariciábamos la insolación divisamos a lo lejos una barca y gritamos moviendo los brazos cansados -si hubiéramos salido a pescar sardinas-...
Nos remolcó hasta Santa Margarita y allí mismo, en un mesón junto a los canales, hacia las once de la mañana, nos zampamos un buen desayuno mientras hidratábamos el cuerpo por dentro.
Nuestras respectivas esposas nos echaron un poquito de menos, por fortuna llegamos colorados como gambas, de lo contrario hubieran pensado que habíamos estado toda la noche de fiesta.
El segundo fracaso fue en Tenerife.
Mi suegro estrenaba un motor para la barca semirrígida, llamada así no porque necesitara viagra, aunque ya tenía unos cuantos años... la barca, sinó que la parte superior era inflable y la inferior rígida, de fibra. La verdad es que ya le tocaba cambio de motor, pues el viejo, según me dijo, no tenía bastantes caballos... de mar y éste nuevo tenía no sé ni cuántos caballos y era la repera.
Por la mañana mi suegro había sujetado firmemente el motor nuevo a la vieja madera de popa y justo después de comer quería ir a probarlo, yo fui con él.
Tenía la barca amarrada en el Puerto Náutico más pijo del Sur de Tenerife, Puerto Colón de Playa de las Américas, o sea, muyayo. Zarpamos, él agarrando el mango del motor con la mano derecha dando gas suavemente y yo en proa mirando los lujosos yates y el restaurante del puerto, con la terraza a rebosar de gente acabando de comer. Bajo un sol de justicia, somos la única cosa que se mueve en el agua del náutico, no son horas de andar por el mundo en verano. Cuándo llevamos un rato probando el motor a medio gas y estamos llegando a la zona donde se permite acelerar, me dice:
-¡Agárrate fuerte que ahora le meteré caña y se puede levantar!
Trago saliva y le hago caso, estoy acongojado, no sé qué hago aquí, pero ya dentro no hay vuelta atrás, además soy lo suficiente aguerrido para afrontar lo que venga, quien sabe.
El ruido del motor, que hasta aquel momento había sido monótono y relativamente suave, empieza a subir de vueltas, giro la cabeza, miro a mi suegro y sonrío. Vuelvo a mirar hacia adelante agarrado a las cuerdas y la barca se empieza a levantar de proa encabritada por el motor, que ahora sí se nota. No pasan ni cinco segundos y el ruido del motor se ensordece de repente, la proa baja acto seguido y me giro hacia mi suegro que está sentado donde estaba, pero ya no tiene el mango del motor en la mano, de hecho me fijo y el motor no está, tampoco la vieja madera que sujetaba el motor... se hace el silencio y ponemos cara de tontos.
El motor se ha hundido en el fondo de las aguas del puerto sin decir adiós, sólo ha podido despedirse con un gluglugluglugluglu... ante nuestra estupefacción.
Casualmente mi suegro lleva sólo UN REMO dentro de la barca, que usamos para acercarnos a tierra firme -yo remo con las manos- puedo imaginar las risas entre dientes de la gente del restaurante ante aquel espectáculo ridículo. Seguro que hemos salido en algún programa inglés de vídeos tontos y no lo sabemos.
Desconozco la extraña conjunción de astros que hace que pase alguna cosa cuando navegamos juntos, pero sí conozco el antídoto: mi esposa, ya que las otras dos veces ella estaba presente.
No será que... mmm... quizás sea una estrategia... mmm... no creo.
Si en el año 1912, mi suegro y yo hubiéramos formado parte del viaje inaugural del Titánic, la historia no hubiera cambiado en absoluto, se hubiera hundido igualmente, pero hubiera sido por nuestra culpa.
¡A no ser que mi esposa hubiera venido con nosotros!


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