Fue en Tenerife donde Penélope y yo empezamos a decir cosas como: mi marido dice... mi mujer dice... recuerdo que nos daba cierta vergüenza, no estábamos acostumbrados, teníamos la sensación de estar mintiendo -qué tontería-, a pesar de no habernos casado, no se podía considerar mentira ¿No?
Nos despertábamos juntos y la primera cosa que hacíamos después de levantarnos era correr las cortinas del comedor para dejar entrar el sol de cada mañana, el mismo sol de siempre, sin cambios, sin niebla, sin lluvia.
Desayunábamos con la vista clavada en el puerto de Los Cristianos, eran tiempos en los que no se sucedían las tristes escenas de llegada de pateras cargadas de almas llenas de sufrimiento. El sonido grave de la sirena del Ferry proveniente de La Gomera anunciaba a todos su llegada y desperezaba nuestros sentidos. Con la tostada a medio comer contemplábamos las maniobras de atraque que llevaba a cabo en el puerto y cómo abría la boca de proa para zamparse la hilera de coches de alquiler de los turistas más madrugadores.
Ella iba a trabajar y yo me quedaba. Un beso, algunas indicaciones y nos volveríamos a ver a la hora de comer, en casa.
Durante todos los meses que estuve sin trabajo en Tenerife me encargué de las tareas del hogar. En casa de mi madre y debido al mucho trabajo que tenía en la peluquería, casi siempre habíamos tenido señora de la limpieza y yo no recordaba haber planchado una camisa en mi vida, sí que hacía mi cama y ponía y recogía la mesa, pero ni lavadoras, ni limpiar en general, ni nada de nada, la expresión catalana: fer dissabte, que traducida literalmente es: hacer sábado y significa limpiar la casa a fondo, era levantarme de la cama tarde, desayunar y tocarme las... narices, o bien ensayar con los Trols en el sótano de la casa rosa, ahora que lo pienso, quizás era lo mismo...
Lo tomé muy en serio, era la primera vez que tenía que ocuparme de las tareas del hogar. Me conciencié y asumí aquella responsabilidad al ver que si no fregaba, no lo hacía nadie, si no pasaba el aspirador, el suelo quedaba sucio y, claro, mi esposa me aleccionó, pero creo que se excedió un poquito.
El primer asalto era la cocina, fregaba -a mano- los platos de la cena de la noche anterior y los del desayuno, limpiaba todo hasta que quedaba una cocina como si tuvieran que hacernos un reportaje de revista. Después pasaba a la zona de habitaciones, que ya estaba lo bastante ventilada, y hacía la cama. Una vez había acabado y con la espalda pegada a la camiseta aspiraba el piso entero de tres habitaciones, baño y aseo, distribuidor, cocina y comedor con sala de estar, hasta al balcón le daba un repaso. Finalmente llenaba el cubo para fregarlo todo hasta que llegaba al baño, donde ya me desnudaba y me metía en la ducha.
Las lavadoras y el cocinar eran tarea de ella, la plancha a menudo era mía y no se me daba nada mal. Mientras planchaba pensaba en la cara que pondría mi madre si me viera, de hecho en una de las visitas que nos hizo ya me lo dijo:
-Anda rey, que en casa no hacías ni la mitad que aquí...
-Si es que no me dejabas... -respondía yo sonriendo.
Todo ello lo hacía cada día engañado, porque dos personas en un piso como aquél no ensuciábamos tanto como para tener que aspirar y fregar el suelo a diario, pero claro, a ella le iba bien, teníamos la casa como una patena e incluso me fastidiaba que dejara huesos y rabos de cereza sobre la mesilla del sofá -todavía ahora me los encuentro de vez en cuando, debido al auge en casa de devoradoras de cerezas en la época de meneallas.
Llegué a convertirme en un marujón durante aquellos meses en los que estábamos solos en el piso, pero entonces llegaban mis suegros con mi cuñada y cambiaba el cuento, dejábamos de compartir cama en la habitación grande para separarnos por habitaciones, los suegros en la de matrimonio, yo, solo en la habitación pequeña -que además era la de planchar- y Penélope dormía con su hermana en la otra habitación.
Aquel pisito que yo había convertido en mi pequeño reino, limpio, aseado y ordenado, de repente era invadido por huéspedes de pleno derecho y costumbres que rompían el orden, en aquel momento me daba cuenta de que mi castillo era frágil, de papel, no de piedra, por eso insistía en buscar un lugar para nosotros y no tener que pasar por aquello, pero, con mucha sensatez, Penélope frenaba mis impulsos, no teníamos bastante dinero y era lo mejor que podíamos hacer, sólo estarían tres o cuatro meses -para mí una eternidad.
La parte buena de la historia era que yo dejaba de hacer la mayor parte de las asumidas obligaciones, ya que mi suegra no quería que lo hiciera, todavía no entiendo porqué, pero no me opuse y me lo tomaba como unas vacaciones. Iba con mi cuñada Elma, de dieciséis o diecisiete años, a la piscina comunitaria. Jugábamos a cartas, nos bañábamos, tomábamos el sol, hablábamos de mil cosas, nos peleábamos como hermanos, toda la tarde tumbados a la bartola mientras mi suegra trasteaba por el piso, mi suegro andaba dando vueltas por ahí y mi mujer trabajaba.
A veces venían de visita los Velázquez, unos amigos canarios de mis suegros, y pasábamos la tarde jugando a cartas, al juego del cochino o coyino, como dicen ellos -dicho con mucho respeto y cariño, claro- que básicamente trata de tener cuatro cartas en la mano, pasar una carta al de tu derecha a la señal de uno, dos, tres y cuando te encuentras con cuatro cartas del mismo número plantas el juego poniendo las cartas con la mano en medio del corro y gritando: -¡Cochino! El resto tiene que seguirte y hacer lo mismo y la mano que llega más tarde pierde. Es simple y supongo que debe haber mil variantes de este juego, allí la gracia era que nosotros también gritábamos: -¡Coyino!
Con el tiempo, el rincón de mi mundo volvía a ser mío, los suegros se marcharon con mi cuñada y nos dejaron el piso, que no nos iba nada mal, el coche que tampoco y a Charlie... su perro pastor catalán que, debido a su largo pelaje, sería la atracción del paseo entre Los Cristianos y Las Américas.
Se convirtió en mi sombra y en fiel compañero de paseo.
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